¡Amor y paz!
La Iglesia celebra hoy la fiesta del evangelista San Marcos. Una oportunidad para acercarnos a la vida de estos hombres santos y a la manera como fueron escritos los evangelios. Los invito, hermanos, a
leer y meditar el Evangelio y el comentario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Marcos 16,15-20.
Y les dijo: «Vayan
por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y
se bautice, se salvará; el que se niegue a creer será condenado. Estas señales
acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán demonios y hablarán nuevas
lenguas; tomarán con sus manos serpientes y, si beben algún veneno, no les hará
daño; impondrán las manos sobre los enfermos y quedarán sanos.» Después de
hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos, por su parte, salieron a predicar en todos los lugares. El Señor actuaba
con ellos y confirmaba el mensaje con los milagros que los acompañaban.
Comentario
Resulta interesante y consolador reconstruir, a
través de los datos consignados por San Lucas en los Hechos de los
Apóstoles, el desarrollo de las primitivas comunidades cristianas.
La de Jerusalén, que fue la primera —fundada el
mismo día de Pentecostés con los "casi tres mil" convertidos por el
primer sermón de San Pedro—, tenía varios centros de reunión, de los cuales tal
vez el principal era "la casa de María".
Vivía esta buena mujer —acaso viuda, pues su marido
no se nombra nunca— en una casa espaciosa y bien amueblada, que, según todas
las probabilidades y los testimonios de la antigüedad, fue donde celebró Jesús
la última Cena, donde se reunieron los discípulos después de la muerte del
Señor y de su ascensión, y donde tuvo lugar la venida del Espíritu Santo sobre
los apóstoles. Acaso era suyo también el huerto de Getsemaní —"Molino de
aceite"—, en el monte de los Olivos, donde el Señor acostumbraba a pasar
las noches en oración cuando moraba en Jerusalén.
Era la de María una familia levítica. Su marido había
sido sacerdote del templo de Jerusalén. Su hijo, según la costumbre helenista,
llevaba dos nombres: judío el uno y romano el otro. Se llamaba Juan Marcos.
Juan Marcos era muy niño cuando Jesús predicaba y
tenía relaciones con sus padres. La noche del prendimiento dormía
tranquilamente en la casita de campo de Getsemaní. Le despertó el ruido de las
armas y el tropel de las gentes que llevaban preso a Jesús, y, envuelto en una
sábana, salió a curiosear. Los soldados le echaron mano. Pero él logró desenredarse
de la sábana y huyó desnudo.
Después de Pentecostés siguió siendo la casa de
María el centro de reunión más frecuentado por los apóstoles y acaso la morada
habitual de San Pedro. Allí se hizo la elección de San Matías, allí se
celebraba la "fracción del pan", allí hacían entrega de sus haberes
los nuevos convertidos para que los apóstoles al principio, y más tarde los
diáconos, los distribuyesen entre los pobres.
Uno de los primeros bautizados por San Pedro fue
Juan Marcos, el hijo de María, la dueña de la casa.
El niño Juan Marcos del año 30 era ya un hombre
cuando el año 44 decidió marcharse con su primo José Bar Nabu'ah a la ciudad
del Orontes.
Era José hijo de una familia levítica establecida en
Chipre y primo carnal de Marcos. Sus padres le enviaron a Jerusalén a los
quince años para que estudiara las Escrituras a los pies de Gamaliel, como
Saulo, y acaso al mismo tiempo que éste. Era natural que se hospedara en la
casa de su tía. Allí le sorprendieron los acontecimientos que dieron lugar a la
fundación de la Iglesia cristiana. José creyó desde el principio y quién sabe
si hasta siguió al Maestro en alguna de sus correrías. Los apóstoles
aprovecharon muy pronto para la catequesis entre los judíos su gran
conocimiento de la Ley, y, visto su celo en el desempeño de su ministerio, le
apellidaron Bernabé —"Bar Nabu'ah"—, el hijo de la consolación o de
la profecía, el hombre de la palabra dulce e insinuante.
En los comienzos de la fe en Antioquía fue enviado
allí para predicar, y allá reclamó la ayuda de su antiguo condiscípulo, ya
convertido, Saulo.
Ahora, por los años 42 al 44, ante las profecías
insistentes que preanunciaban una grande hambre en Palestina, los fieles
antioquenos habían hecho una colecta para los de Jerusalén, y Bernabé y Saulo habían
venido a traerla. Se hospedaron, como era natural, en casa de María.
Cuando, cumplida su misión, volvieron a Antioquía se
fue con ellos Juan Marcos.
Un día el Espíritu Santo pidió que Saulo y Bernabé
emprendieran un viaje de misión. Juan Marcos no acierta a separarse de su
primo, y marcha con Bernabé.
Acaso por iniciativa de éste, explicable por su
afecto hacia la patria chica, se dirigen a Chipre. Atraviesan la isla de
Salamina a Pafo, bautizando, entre otros, al procónsul Sergio Paulo, y reembarcan
hacia las costas de Panfilia.
A la vista del país escabroso e inhóspito que
atravesaban, Juan Marcos se acobardó. Acaso en el camino que separaba Attalía
de Perge sufrieron por parte de las bandas famosas de esclavos fugitivos que
infestaban los montes de Pisidia lo que San Pablo llamarla más tarde, en su
carta segunda a los corintios, "peligros de los ladrones",
"peligros de los caminos" o "peligros de la soledad". Sobre
todo pesaba mucho en el corazón aún tierno de Marcos el recuerdo de su madre. Y
desde Perge, sin escuchar las razones de sus decididos compañeros, se volvió a
Jerusalén.
Cuando el año 49 Pablo v Bernabé, a la vuelta de su
primera misión, hubieron de subir a Jerusalén para resolver en el primer
Concilio apostólico la cuestión de los judaizantes, volvieron, sin duda, a la
casa de María. Juan Marcos estaba pesaroso de no haberlos acompañado y
escuchaba con envidia la relación de sus aventuras apostólicas.
Bajó de nuevo con ellos a Antioquía.
A los pocos días —escribe San Lucas en los Hechos
de los Apóstoles— le dijo Pablo a Bernabé:
"Volvamos a visitar a los hermanos por
todas las ciudades en las que hemos predicado la palabra del Señor, y a ver qué
tal les va.
Bernabé quería llevar consigo también a Juan,
llamado Marcos; pero Pablo juzgaba que no debían llevarlo, por cuanto (en el
primer viaje) los había dejado desde Panfilia y no había ido con ellos a la
obra.
Se produjo cierto disentimiento entre ellos, de
suerte que se separaron uno de otro, y Bernabé, tomando consigo a Marcos, se
embarcó para Chipre, mientras que Pablo, llevando consigo a Silas, partió
encomendado por los hermanos a la gracia del Señor" (Act. 15,36-40).
Aquí terminan los datos que sobre la vida del
evangelista nos refieren los Hechos de los Apóstoles.
No sabemos cuánto duró este segundo viaje que San
Marcos hizo en compañía de su primo Bernabé. Poco debió de durar, porque la
tradición posterior nada nos dice de él, y, en cambio, todos los testimonios
antiguos nos hablan de su ministerio en compañía de Pedro.
A raíz del concilio de Jerusalén bajó San Pedro a
Antioquía, y, al parecer, se hizo cargo del gobierno de aquella comunidad. Al
regreso del viaje segundo con Bernabé, San Marcos debió marchar a Roma con San
Pedro, que —no sabemos cuándo, pero ciertamente entre el 50 y el 60— llegó a la
capital del Imperio.
En Roma se hallaba San Marcos cuando en la primavera
del año 61 llegó San Pablo, custodiado por el centurión Julio, a presentar su
apelación al César.
Para estas fechas había ya escrito su Evangelio, que
es el segundo de los cuatro admitidos por la Iglesia. Un día en que Pedro
exponía la catequesis cristiana en casa del senador Pudente —padre de Santa
Pudenciana y Santa Práxedes— ante un selecto auditorio de caballeros romanos,
pidiéronle éstos a Marcos que, pues llevaba muchos años en compañía de San
Pedro y se sabía muy bien sus explicaciones, se las escribiera para poder ellos
conservarlas y repasarlas en casa. No quiso hacerlo Juan Marcos sin contar
antes con el apóstol; mas éste —según el testimonio de San Clemente
Alejandrino, que nos ha conservado estos datos— ni lo aprobó ni se opuso. Más
tarde, cuando vio el Evangelio redactado por San Marcos, recomendó su lectura
en las iglesias, según refiere Eusebio.
Este sencillo episodio nos demuestra la mentalidad
de los apóstoles sobre la Escritura como fuente de revelación. Sabido es que
los protestantes afirman ser la Sagrada Escritura la única fuente en la que se
contiene la doctrina revelada, y rechazan bajo este aspecto la tradición de la
Iglesia. Olvidan que Cristo no escribió nada y que los Evangelios no contienen
todo lo que Cristo hizo y enseñó. Por la misma fuente que ellos admiten se les
convence fácilmente de su error. Es el propio San Juan quien nos asegura:
"Muchas otras cosas hizo Jesús, las cuales, si
se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los
libros."
En la predicación era otra cosa. Un día este tema y
otro día otro, unas cosas este apóstol y otras aquél, es seguro que entre todos
no dejaron de transmitir ni una sola de las enseñanzas que del Maestro
recibieron. La mayoría de ellos no escribieron nada. Los que lo hicieron, lo
hicieron ocasionalmente, como en las Epístolas, o fragmentariamente, como en
los Evangelios.
El episodio de San Pedro y San Marcos demuestra que
la preocupación fundamental de los apóstoles y el medio en que todos pensaron
principalmente para la transmisión de sus enseñanzas fue la predicación oral. A
través de ella, y por tradición, se han conservado en la Iglesia muchas cosas
que no hallamos consignadas en las Santas Escrituras. Y, consiguientemente,
estamos en lo cierto los católicos al admitir, contra los protestantes, como
doble fuente de revelación la Escritura y la Tradición.
Un resumen de la predicación catequística de San Pedro
es el Evangelio de San Marcos. Quizá por eso —y no porque sirviera al apóstol
de intermediario para entenderse con los romanos— le llamaron San Papías y San
Ireneo, y con ellos toda la tradición posterior, "el intérprete de
Pedro".
De la estancia de San Marcos en Roma y de sus
ulteriores viajes sabemos muy poco. En Roma seguía cuando, hacia el año 62, San
Pablo enviaba recuerdos de él a los colosenses (4,10) y a Filemón (24),
anunciándoles el próximo viaje de San Marcos a Colosas. Y en Efeso se encontraba
hacia el 67, cuando el mismo San Pablo, cautivo por segunda vez, escribía la
última carta a Timoteo, rogándole se viniese a Roma con Marcos, cuyos servicios
echaba de menos.
Se le atribuye la fundación de la Iglesia de
Alejandría.
La leyenda de las Actas apócrifas de Bernabé y de
Marcos, recogida por Simón de Metafraste, sabe detalles muy curiosos de esta
misión.
Al entrar San Marcos en la aldea de Mendión, muy
próxima a Alejandría, se le descosió milagrosamente una sandalia.
—Esto quiere decir —exclamó— que el camino que llevo
está expedito y me será muy fácil.
Llegóse al tugurio de un modesto remendón y le rogó
que le cosiera la sandalia. El zapatero se atravesó involuntariamente con la
lezna la mano y por toda queja dijo:
—No hay más que un Dios.
Marcos oró al Señor y curó milagrosamente la mano
del remendón, que inmediatamente se bautizó con toda su familia.
Tras largo tiempo de predicación muy fructuosa le
sobrevino la persecución y el martirio.
Aquel año coincidió el domingo de Pascua con
la Fiesta de Serápides en el 24 de abril, que los egipcios llamaban Farmuti.
Los paganos, enfurecidos por los éxitos del evangelista, que estaba dejando
vacíos sus templos, creyeron prestar un servicio a su diosa si en el día de su
fiesta se deshacían de él. Prendiéronle por la noche. Mientras celebraba los
divinos oficios, y, atándole al cuello una soga, le llevaron a la cárcel,
mientras entre danzas lascivas y gestos de borrachos clamaban a coro:
— ¡Llevemos este búfalo al abrevadero!
Allí pasó la noche, y fue recreado con una visión de
Jesús, que le animaba al martirio.
Cuando a la mañana siguiente le llevaban, igualmente
con la soga al cuello, al lugar del suplicio, entregó su alma a Dios,
repitiendo las palabras del Maestro en la Cruz:
—En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.
Era —termina Símón Metafraste— el mes que los
egipcios llaman Farmuti y los judíos Nisán, el día séptimo antes de las
calendas de mayo, según cuentan los romanos, esto es, el 25 de abril, bajo el
emperador Claudio Nerón César, aunque... para nosotros, los cristianos, mejor sería
decir: Reinando Nuestro Señor Jesucristo, de quien es toda gloria e imperio,
con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
SALVADOR MUÑOZ
IGLESIAS