domingo, 9 de octubre de 2011

Aceptemos, con alegría, la invitación que Dios nos hace

¡Amor y paz!

“Ni raja ni presta el hacha”, dice el dicho popular para indicar a quien ni hace ni deja hacer. Eso le puede pasar hoy a una sociedad como la nuestra en la que muchos no acogen la invitación que Dios nos hace a todos a participar en el banquete de su Reino, pero, al mismo tiempo, impiden que otros escuchen la Palabra de Dios y su plan de salvación.

En efecto, no son pocas las noticias de sacerdotes que son asesinados; no pocas veces se acallan, ignoran o tergiversan los documentos e intervenciones del Papa o de sus obispos e incluso laicos; no pocas veces la Iglesia es atacada y perseguida.

Mientras tanto, se le hace toda suerte de propaganda y eco a otros personajes y mensajes, estos netamente humanos, que de seguro no conducen a buen puerto a la humanidad, en esta época de confusión y crisis de valores.

Lo otro importante es que quienes ya hemos acogido el llamado de Dios, tenemos el reto diario de revestirnos de justicia y santidad, para ser dignos participantes del banquete.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Mateo 22,1-14.
Jesús les habló otra vez en parábolas, diciendo:  "El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir. De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: 'Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas'.  Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio;  y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron. Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad. Luego dijo a sus servidores: 'El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren'. Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados.  Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta.  'Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?'. El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: 'Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes'. Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos".
Comentario

La doble parábola del banquete constituye un aviso para que la comunidad cristiana no rechace la invitación de Dios como hizo el viejo Israel.

Los primeros invitados eran gentes elegidas. Pero no respondieron adecuadamente a la prueba de amistad que el rey les ofrecía. Más aún: manifestaron con violencia su hostilidad hacia él.

Maltrataron e incluso mataron a quienes transmitían esta invitación en nombre del rey. Jerusalén es la que mata a los profetas. Cabía esperar otra cosa bien distinta, pero la viña sólo dio uvas amargas.

A los invitados en segundo lugar no se les exige ninguna condición previa: son todos los que van por los caminos de la vida, sean buenos o malos. Jesús, ante la extrañeza de los fariseos, come con publicanos y pecadores. Los últimos son los primeros. Los gentiles ocupan ahora lugares de la mesa que estaban reservados a los hijos de Abrahán.

Pero en este punto comienza la segunda parábola. No es suficiente con acudir al banquete: es preciso también llevar el TRAJE DE FIESTA que el mismo rey proporciona.

Hay que estar a la altura de las circunstancias. Los discípulos han de revestirse de una vida que esté en consonancia con el llamamiento recibido. Vestíos de justicia y santidad. Actuad como Dios actúa. El modo de obrar externo de los seguidores de Jesús (positivo y atrayente como un vestido de fiesta) será lo primero que descubran quienes les contemplen, al igual que el traje es lo que más inmediatamente percibimos en los demás. Pablo explica en diversos lugares de sus escritos la metáfora del vestido (entre otros: Ef 6. 14 y Col 3. 12).

La invitación es a un banquete de bodas. También en eso puede haber equivocación por nuestra parte. Es curioso que vayamos predispuestos a participar en un triste y soporífero funeral. A pesar de nuestra tendencia a lo cómodo, aceptamos con más facilidad a un asceta duro como Juan el Bautista que a un Jesús, a quien, al no distinguirse por sus penitencias, llamaban comilón y bebedor. Muchas veces, hasta las palabras "fiesta" o "alegría" parecen perder su capacidad explosiva cuando se pronuncian en nuestras misas. Sacrificio, resignación, mortificación, sufrimiento, cruz y muchos otros giros de similar significación luctuosa son desproporcionadamente frecuentes en la boca de los cristianos.

Ya va siendo hora de que le arranquemos a Satanás la usurpada prerrogativa de haber inventado y monopolizado el gozo y de habernos dejado a nosotros solamente los mendrugos de la renuncia, las cenizas de la cuaresma.

Parafraseando la célebre frase de Bernanos, podemos decir que lo contrario de un cristiano es un cristiano triste. Y, sin embargo, nuestro talante parece manifestar que nos sentimos más oprimidos que queridos por Dios. Vivimos una boda con espíritu de entierro. No llevamos nuestro cristianismo con traje de fiesta, sino con ropa de trabajo. Preferimos la medida exacta del rácano comerciante al derroche festivo sin medida. Pese a las reiteradas exhortaciones de Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: estad alegres" (/Flp/04/04), nosotros preferimos decir: "alegría sí, pero hasta cierto punto", o montar una fundada exégesis que convierte el "alegres en el Señor" en aburrimiento puro y simple. Con esta funeraria vivencia interior no es extraño que nuestras eucaristías sean plomizas como un trabajo obligatorio y no deseado. Un ambiente así fomenta el alejamiento o el cristiano de cumplimiento mínimo.

La pérdida de la alegría en el cristiano puede tener el mismo sentido que la aparición del dolor respecto a la salud: es un aviso. Creemos que el signo más allá del cual no debe pasar la generosidad imprudente, es la alegría. Uno tiene que seguir dándose mientras el don no le entristezca, mientras su generosidad sea espontánea y dócil, mientras la paz siga siendo el tejido con que teje sus jornadas. La inquietud es la señal de la exageración. De la inquietud nace la desconfianza, el pecado, la muerte. NO IR NUNCA MAS ALLÁ DE LA PROPIA ALEGRÍA. La primera y la última palabra del cristianismo es, por consiguiente, la alegría.

Cantar o aplaudir no presuponen necesariamente que quien lo hace esté alegre. La alegría es algo que nace espontáneo al contacto sentido con otra realidad. Es como la voltereta que da Juan el Bautista en el vientre de su madre al escuchar la noticia de la encarnación de Jesús. Es algo que nace en lo profundo y da tono a lo exterior. Si nuestro talante externo se presenta como gris y plúmbeo, puede ser una señal de que es débil la raíz de nuestra fe.
¡Señor, ayúdanos a seguirte con traje de bodas! ¡Señor, aumenta nuestra fe!

EUCARISTÍA 1990/24
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