viernes, 15 de agosto de 2014

¡Dichosa tú, María, que has creído!

¡Amor y paz!

Hoy celebramos el triunfo de la vida sobre todas las fuerzas de la muerte que hay en el mundo. Es como la Pascua de María: en la desembocadura de la peripecia humana que fue la vida de Jesús estaba el Padre y la vida plena de la resurrección; la vida plena, gracias a Cristo, es también la desembocadura de aquella mujer de Nazaret, María, la madre de Jesús.

"¡Dichosa tú, que has creído!", podemos repetir con Isabel; lo que te ha dicho el Señor se ha cumplido.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este viernes en que celebramos la solemnidad de la Asunción de la Virgen María.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Lucas 1,39-56.
En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor". María dijo entonces: "Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre". María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa. 
Comentario

¡Dichosos los que hemos creído! Al contemplar cómo el triunfo de Jesús rebosa y se derrama sobre su madre, primera de "todos los cristianos", el corazón se nos llena de gozo y de esperanza. Este movimiento no se detiene: después de Jesús, María; después de María, nosotros.

La vida plena es la perspectiva del pequeño rebaño a quien el Padre ha tenido a bien dar el Reino. El Reino -la vida de Dios en nosotros- no se reduce a las perspectivas de espacio y tiempo que enmarcan ahora nuestra vida, sino que nos abre a las perspectivas de Dios, a sus horizontes de plenitud y eternidad. Creer es edificar nuestra existencia sobre una esperanza que nos hace mirar hacia arriba y seguir adelante: está anclada donde está Cristo con el Padre. Todos somos de Adán, de tierra; por eso todos morimos. Pero los creyentes llevan en ellos una semilla que ha nacido de arriba; por eso viviremos con Cristo y con María.

El Poderoso es quien obra estas maravillas, quien es capaz de destruir la Muerte. Los hombres buscamos la plenitud, pero sin conseguirla. La buscamos donde no se encuentra. El Señor "dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos". El cántico de María es revolucionario: celebra un vuelco; "todo principado, poder y fuerza" deben ser destituidos, no son ellos los que construyen el Reino. El Padre "mira la humillación de su esclava" y da el Reino gratuitamente, generosamente, a los que creen, como María, a los que se fían de su Palabra y edifican sobre ella su vida.

La Madre de mi Señor ha venido a visitarme. Contemplemos cómo la llena de gracia se va decididamente a casa de Isabel. Su grandeza no la aleja de nosotros, sino que la acerca: porque no se trata de "principado, poder y fuerza" que se imponen, sino de amor que se comunica. El pueblo cristiano ha recurrido a María y la ha venerado en mil santuarios, la ha representado y vestido de mil modos, le ha cantado mil himnos y tonadas de la tierra.

Podemos confiar en ella. Podemos recurrir a ella. No para que nos salve "milagrosamente", sino para que nos transforme el corazón, para que realice en nosotros aquel vuelco que ella cantó.

J. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1980, 16