¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este sábado 27 del tiempo ordinario, ciclo B.
Dios nos bendiga
1ª Lectura (Gál 3,22-29):
La Escritura presenta al mundo entero prisionero del pecado, para que lo prometido se dé por la fe en Jesucristo a todo el que cree. Antes de que llegara la fe estábamos prisioneros, custodiados por la ley, esperando que la fe se revelase. Así, la ley fue nuestro pedagogo hasta que llegara Cristo y Dios nos justificara por la fe. Una vez que la fe ha llegado, ya no estarnos sometidos al pedagogo, porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis vestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y, si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán y herederos de la promesa.
Salmo responsorial: 104
R/. El Señor se acuerda de su alianza eternamente.
Cantadle al son de instrumentos, hablad de sus
maravillas; gloriaos de su nombre santo, que se alegren los que buscan al
Señor.
Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro. Recordad las
maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca.
¡Estirpe de Abrahán, su siervo; hijos de Jacob, su elegido! El Señor es nuestro
Dios, él gobierna toda la tierra.
Versículo antes del Evangelio (Lc 11,28):
Aleluya. Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica, dice el Señor. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 11,27-28):
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, sucedió que una mujer de entre la gente alzó la voz, y dijo: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!». Pero Él dijo: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan».
Comentario
Hoy escuchamos la mejor de las alabanzas que Jesús podía
hacer a su propia Madre: «Dichosos (...) los que oyen la Palabra de Dios y la
guardan» (Lc 11,28). Con esta respuesta, Jesucristo no rechaza el apasionado
elogio que aquella mujer sencilla dedicaba a su Madre, sino que lo acepta y va
más allá, explicando que María Santísima es bienaventurada —¡sobre todo!— por
el hecho de haber sido buena y fiel en el cumplimiento de la Palabra de Dios.
A veces me preguntan si los cristianos creemos en la predestinación, como creen
otras religiones. ¡No!: los cristianos creemos que Dios nos tiene reservado un
destino de felicidad. Dios quiere que seamos felices, afortunados,
bienaventurados. Fijémonos cómo esta palabra se va repitiendo en las enseñanzas
de Jesús: «Bienaventurados, bienaventurados, bienaventurados...».
«Bienaventurados los pobres, los compasivos, los que tienen hambre y sed de
justicia, los que creerán sin haber visto» (cf. Mt 5,3-12; Jn 20,29). Dios
quiere nuestra felicidad, una felicidad que comienza ya en este mundo, aunque
los caminos para llegar no sean ni la riqueza, ni el poder, ni el éxito fácil,
ni la fama, sino el amor pobre y humilde de quien todo lo espera. ¡La alegría
de creer! Aquella de la cual hablaba el converso Jacques Maritain.
Se trata de una felicidad que es todavía mayor que la alegría de vivir, porque
creemos en una vida sin fin, eterna. María, la Madre de Jesús, no es solamente
afortunada por haberlo traído al mundo, por haberlo amamantado y criado —como
intuía aquella espontánea mujer del pueblo— sino, sobre todo, por haber sido
oyente de la Palabra y por haberla puesto en práctica: por haber amado y por
haberse dejado amar por su Hijo Jesús. Como escribía el poeta: «Poder decir
“madre” y oírse decir “hijo mío” / es la suerte que nos envidiaba Dios». Que
María, Madre del Amor Hermoso, ruegue por nosotros.
Rev. D. Jaume AYMAR i Ragolta (Badalona, Barcelona, España)
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