¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, hoy Viernes Santo, ciclo C.
Dios nos bendice
1ª Lectura (Is 52,13–53,12):
Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.
Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía
aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos, ante él los reyes cerrarán la
boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito. ¿Quién creyó nuestro
anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como
brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto
atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores,
acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y
desestimado.
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo
estimamos leproso, herido de Dios y humillado pero él fue traspasado por
nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable
cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada
uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.
Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como cordero
llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la
boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su destino?
Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo
hirieron. Le dieron sepultura con los malvados, y una tumba con los
malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca. El
Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación;
verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará
por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de
conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de
ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre.
Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el
pecado de muchos e intercedió por los pecadores.
Salmo responsorial: 30
R/. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.
A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú,
que eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios
leal, me librarás.
Soy la burla de todos mis enemigos, la irrisión de mis vecinos, el espanto de
mis conocidos; me ven por la calle, y escapan de mí. Me han olvidado como a un
muerto, me han desechado como a un cacharro inútil.
Pero yo confío en ti, Señor, te digo: «Tú eres mi Dios». En tu mano están mis
azares; líbrame de los enemigos que me persiguen.
Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia. Sed fuertes
y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.
2ª Lectura (Heb 4,14-16; 5,7-9):
Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado. Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente. Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Versículo antes del Evangelio (Flp 2,8-9):
Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por lo cual Dios lo ensalzó; y le dio un nombre, que es sobre todo nombre.
Texto del Evangelio (Jn 18,1—19,42):
En aquel tiempo, Jesús pasó con sus discípulos al otro
lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus
discípulos. Pero también Judas, el que le entregaba, conocía el sitio, porque
Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas, pues, llega
allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y
fariseos, con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba
a suceder, se adelanta y les pregunta: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A
Jesús el Nazareno». Díceles: «Yo soy». Judas, el que le entregaba, estaba
también con ellos. Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en
tierra. Les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el
Nazareno». Respondió Jesús: «Ya os he dicho que yo soy; así que si me buscáis a
mí, dejad marchar a éstos». Así se cumpliría lo que había dicho: «De los que me
has dado, no he perdido a ninguno». Entonces Simón Pedro, que llevaba una
espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja
derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la
vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?».
Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a
Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era suegro de
Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año. Caifás era el que aconsejó a los judíos
que convenía que muriera un solo hombre por el pueblo. Seguían a Jesús Simón
Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del Sumo Sacerdote y entró
con Jesús en el atrio del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera,
junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido del Sumo
Sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro. La muchacha portera dice a
Pedro: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?». Dice él: «No lo
soy». Los siervos y los guardias tenían unas brasas encendidas porque hacía
frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos calentándose. El Sumo Sacerdote
interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina. Jesús le respondió: «He
hablado abiertamente ante todo el mundo; he enseñado siempre en la sinagoga y
en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a ocultas.
¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído lo que les he hablado;
ellos saben lo que he dicho». Apenas dijo esto, uno de los guardias que allí
estaba, dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así contestas al Sumo
Sacerdote?». Jesús le respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal;
pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?». Anás entonces le envió atado al
Sumo Sacerdote Caifás. Estaba allí Simón Pedro calentándose y le dijeron: «¿No
eres tú también de sus discípulos?». El lo negó diciendo: «No lo soy». Uno de
los siervos del Sumo Sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado
la oreja, le dice: «¿No te vi yo en el huerto con Él?». Pedro volvió a negar, y
al instante cantó un gallo.
De la casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Ellos no
entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua. Salió
entonces Pilato fuera donde ellos y dijo: «¿Qué acusación traéis contra este
hombre?». Ellos le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo
habríamos entregado». Pilato replicó: «Tomadle vosotros y juzgadle según
vuestra Ley». Los judíos replicaron: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie».
Así se cumpliría lo que había dicho Jesús cuando indicó de qué muerte iba a
morir. Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo:
«¿Eres tú el Rey de los judíos?». Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o
es que otros te lo han dicho de mí?». Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío?
Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?».
Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este
mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero
mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?».
Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto
he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la
verdad, escucha mi voz». Le dice Pilato: «¿Qué es la verdad?». Y, dicho esto,
volvió a salir donde los judíos y les dijo: «Yo no encuentro ningún delito en
Él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la
Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?». Ellos
volvieron a gritar diciendo: «¡A ése, no; a Barrabás!». Barrabás era un
salteador.
Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados trenzaron una
corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de
púrpura; y, acercándose a Él, le decían: «Salve, Rey de los judíos». Y le daban
bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: «Mirad, os lo traigo fuera para
que sepáis que no encuentro ningún delito en Él». Salió entonces Jesús fuera
llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: «Aquí
tenéis al hombre». Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias,
gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Les dice Pilato: «Tomadlo vosotros y
crucificadle, porque yo ningún delito encuentro en Él». Los judíos le
replicaron: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se
tiene por Hijo de Dios». Cuando oyó Pilato estas palabras, se atemorizó aún
más. Volvió a entrar en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero
Jesús no le dio respuesta. Dícele Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que
tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?». Respondió Jesús: «No
tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso,
el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado». Desde entonces Pilato trataba
de librarle. Pero los judíos gritaron: «Si sueltas a ése, no eres amigo del
César; todo el que se hace rey se enfrenta al César». Al oír Pilato estas
palabras, hizo salir a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado
Enlosado, en hebreo Gabbatá. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia
la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: «Aquí tenéis a vuestro Rey». Ellos
gritaron: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!». Les dice Pilato: «¿A vuestro Rey voy
a crucificar?». Replicaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el
César». Entonces se lo entregó para que fuera crucificado.
Tomaron, pues, a Jesús, y Él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado
Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí le crucificaron y con Él a
otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio. Pilato redactó también una
inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el Rey
de los judíos». Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar
donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita
en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
«No escribas: ‘El Rey de los judíos’, sino: ‘Éste ha dicho: Yo soy Rey de los
judíos’». Pilato respondió: «Lo que he escrito, lo he escrito». Los soldados,
después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron
cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin
costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: «No la
rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca». Para que se cumpliera
la Escritura: «Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica».
Y esto es lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su
madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús,
viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu
madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se
cumpliera la Escritura, dice: «Tengo sed». Había allí una vasija llena de
vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la
acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido».
E inclinando la cabeza entregó el espíritu.
Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos
en la cruz el sábado —porque aquel sábado era muy solemne— rogaron a Pilato que
les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y
quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con Él. Pero al llegar
a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de
los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y
agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice
la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se
cumpliera la Escritura: «No se le quebrará hueso alguno». Y también otra
Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron».
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en
secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el
cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo.
Fue también Nicodemo —aquel que anteriormente había ido a verle de noche— con
una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo
envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de
sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el
huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí,
pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba
cerca, pusieron a Jesús.
Comentario
Viernes Santo – Ciclo C (Juan 18 – 19,42)
Jesús asumió una actitud humilde y se quiso presentar como un hombre manso. Vivió lo que el profeta Isaías señalaba del Siervo de Yahvé: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, pasar que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas” (Isaías 42, 1-4).
Esta es la actitud que Juan destaca en su versión de la Pasión que hoy escuchamos. No grita, no vocea, no rompe, no apaga. Vive su misión con humildad, confiado en que Dios es quien lo guía y sostiene. El derecho es su fuerza y la fidelidad del Señor es su garantía. Esta actitud, se puede encontrar también en algunas de las cartas de san Pablo, como ejemplo para una comunidad: “¿Qué prefieren, que vaya a ustedes con palo o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Corintios 4, 21). Por otra parte, es una de las invitaciones que Pablo hace a los cristianos de Éfeso: “Los exhorto, pues, yo preso por el Señor, a que vivan de una manera digna de la vocación con que han sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándose unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (Efesios 4, 1-3).
Hay una realidad que subyace a esta actitud de humildad y sencillez, de esta mansedumbre y paciencia que caracteriza a la persona que vive una espiritualidad de la no violencia, y es la confianza total en el amor de Dios que siempre terminará triunfando sobre el pecado. Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores o más conocidos como Dominicos, ante la pregunta de un periodista por lo que los cristianos pueden aportar al mundo de hoy y la manera como él podría definir la ‘buena nueva’ de la que somos portadores, dijo lo siguiente:
“No puedo pretender ‘definirla’ y menos en pocas palabras. Pero puedo decir esto: la víspera de su ejecución por los nazis, el 9 de abril de 1944, en el campo de concentración de Flossenburg, aquel gran hombre, el pastor luterano Dietrich Bonhoeffer envió a uno de sus amigos ingleses, el obispo anglicano de Chichester, George Bell, este mensaje: ‘la victoria será segura’.
Ante el sufrimiento de la humanidad, con la guerra, la pobreza y el odio, también nosotros podemos decir: ‘la victoria será segura’. Ante el genocidio de Ruanda, ante las tragedias de los Balcanes, cuando la derrota de la humanidad parece tota, podemos decir: ‘la victoria será segura’. En la vida de cada uno de nosotros, incluso cuando nuestra capacidad de amor y nuestro entusiasmo parecen destruidos, podemos decir: ‘la victoria será segura’. Cuando la muerte se lleve a alguien a quien amamos y parece que allí no hay futuro, descubriremos que eso no es cierto. La mañana de Pascua, los discípulos descubrieron que el amor había vencido al odio, la amistad a la traición, que el sentido había triunfado sobre la falta de sentido, que el Dios fuerte nos hace fuertes a nosotros: ‘la victoria será segura’. En una iglesia de Estambul vi una vez un fresco muy bonito del siglo quince que mostraba a Cristo resucitado rompiendo las cadenas de la muerte y liberando a Adán y Eva. Cualquiera que sean las cadenas que nos aten, la prisión donde estemos encerrados, podemos alegrarnos y decir: ‘la victoria será segura”[1].
Esta es la seguridad que tiene Jesús y lo que le da la fuerza para asumir su propia misión sin levantar su mano contra los que lo están injuriando y golpeando. Esta es la razón profunda de su noviolencia activa. Otro buen ejemplo de esto es una historia que trae Anthony de Mello en su libro “Un minuto para el absurdo”:
“Dijo un día el maestro: «No estaréis preparados para ‘combatir’ el mal mientras no seáis capaces de ver el bien que produce». Aquello supuso para los discípulos una enorme confusión que el Maestro no intentó siquiera disipar. Al día siguiente les enseñó una oración que había aparecido garabateada en un trozo de papel de estraza hallado en el campo de concentración de Ravensburg:
«Acuérdate, Señor, no sólo de los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también de los de mala voluntad. No recuerdes tan sólo todo el sufrimiento que nos han causado; recuerda también los frutos que hemos dado gracias a ese sufrimiento; la camaradería, la lealtad, la humildad, el valor, la generosidad, la grandeza de ánimo que todo ello ha conseguido inspirar. Y cuando los llames a ellos a juicio, haz que todos esos frutos que hemos dado sirvan para su recompensa y su perdón»”[2].
No podemos dejar de sentirnos conmovidos ante estas palabras, escritas desde el infierno de los campos de concentración nazi, como tampoco podemos dejar de conmovernos ante la pasión del Señor, que seguimos completando hoy, a través de nuestras propias pasiones y la pasión del mundo. Dios nos de la capacidad de esperar siempre en Él, para perseverar en nuestras luchas hasta el final, manteniendo una actitud no violenta, porque estamos convencidos de que ‘la victoria será segura’.
P. HERMANN RODRÍGUEZ S.J.
Jesuitas.co
Bibliografía
[1] Timothy Radcliffe, Os llamo amigos, San Esteban, Salamanca, 2001, 95-96.
[2] Anthony de Mello, Un minuto para el absurdo, Sal Terrae, Santander, 51996, 299.