¡Amor y paz!
Es aterrador cómo actúan los enemigos de la paz.
Utilizan toda clase engaños y artimañas. Mezclan mentiras con medias verdades,
argumentos válidos y falacias. Crean
escenarios ficticios y los presentan como verdaderos. Con sus estratagemas,
logran generar miedo, especialmente entre los más incautos. Así, los destinatarios de sus mensajes resultan
teniendo más temor a la convivencia que a la violencia.
Los amigos de la guerra defienden un statu quo que los beneficia a
ellos. Sólo a ellos. Se han venido
lucrando del conflicto. Una solución negociada, el diálogo, los enerva. Y si
alguna vez, por presión o conveniencia, se sientan frente a su adversario, se
ponen el antifaz y recurren a la treta, a las peticiones imposibles, a los
plazos interminables. Y si son otros los que negocian, le ponen toda clase de obstáculos a la negociación.
Afortunadamente, la historia también registra que
ha habido amigos sinceros de la paz, que sí se han podido firmar acuerdos, que
muchos han logrado concertar el fin de los conflictos, ya sea porque se han hastiado de tanta sangre
derramada o porque sus principios los han movido a gestionar el silencio de las
armas.
Próximo a volver al Padre, Cristo les deja un gran
testamento a sus discípulos: “¡La paz
esté con ustedes!”. Y luego de
reiterarles ese deseo, los envía. Esto es, los desinstala. Deben dejar lo que tienen y hacen para
emprender una nueva misión, una nueva vida. Pero hemos visto en estos días,
cómo los seguidores de Jesús tienen miedo.
Y para ello, para contrarrestarlo, les da el Espíritu Santo, que es
fortaleza y sabiduría, consejo, ciencia e inteligencia, piedad y temor de Dios.
Pidámosle hoy al Espíritu Santo, en la solemnidad
de Pentecostés, que nos dé sus dones para enfrentar el temor y la duda, decirle
no a la guerra y a los violentos y optar por el camino de la paz.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el evangelio
y el comentario.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Juan 20,19-23.
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".
Comentario
Fray Timothy Radcliffe, antiguo Maestro General de
la Orden de Predicadores, comentaba hace algún tiempo el texto bíblico que nos
propone la liturgia del domingo de Pentecostés. En su libro, El oso y la
monja (Salamanca, San Esteban, 2000, 89-92), llamaba la atención sobre el
abismo que existe en entre la paz que buscamos nosotros, y la paz que el Señor
nos regala. Cuando los once discípulos estaban encerrados en una casa por miedo
a los que habían matado al Profeta de Galilea, el Resucitado vino hasta ellos y
les dijo: “¡La paz sea con ustedes!” y ellos “se alegraron de ver al Señor”.
Pero la paz que les traía los iba a sacar de la paz
del encierro y la soledad... En seguida les dijo: “Como el Padre me envió,
también yo los envío”. El Resucitado los desinstala, los saca de su escondite,
de su búsqueda egoísta de seguridad. La paz que el Señor nos trae, no siempre
se parece a la nuestra...
Casi siempre buscamos la paz encerrándonos en
nosotros mismos y evitando todos los riesgos de la construcción colectiva de
nuestras comunidades y de nuestra sociedad. En esto nos parecemos a los
discípulos. Tenemos miedo a ser heridos y salir lastimados... Hay que reconocer
que este miedo no es puro invento. Efectivamente, tenemos experiencia de haber
sido heridos muchas veces en nuestras relaciones con los demás y procuramos
evitar el dolor y el sufrimiento que produce este choque. Pero también sabemos
que cuando nos encerramos y nos aislamos de los demás y del mundo, gozamos
apenas de una paz a medias; es una paz frágil que en cualquier momento se
desvanece en nuestras manos.
Nos encerramos en una paz frágil porque tenemos
miedo al cambio, miedo a los demás, miedo a ser sacados de nuestro nido. El
miedo nos paraliza, nos bloquea, nos confunde. Hemos desarrollado una serie de
tácticas para cerrar nuestras vidas a ese Dios que quiere sacarnos de nuestro
encierro. Echamos llave, literalmente, a nuestros conventos, a nuestras casas,
a nuestra habitación, de modo que nadie pueda acercarse a perturbar nuestras
vidas con sus insistencias, con sus invitaciones, con sus interpelaciones.
Podemos encerrarnos también en el exceso de trabajo...
Paradójicamente, llegamos incluso a utilizar la
oración para mantener a Dios fuera. Podemos dedicar horas y horas a la oración,
recitando palabras y repitiendo frases, sin ofrecer a Dios un momento de
silencio porque cabe la posibilidad de que nos diga algo que altere nuestra
aparente paz y nuestra tranquilidad acomodada.
Pero el Señor se las arregla para irrumpir en
nuestro interior con el soplo de su Espíritu y, aún teniendo las puertas
cerradas, como los discípulos en el cenáculo, El viene a inquietarnos y a
salvarnos de nuestra aparente paz. Esa es la Buena nueva de hoy. Que el Señor
no se cansa de entrar en nuestras vidas para ofrecernos SU paz. Una paz que nos
abre a los demás con el riesgo de ser heridos. Las heridas de las manos y el
costado es lo primero que les enseña el Resucitado a los discípulos cuando les
anuncia su paz... Se trata, entonces, de una paz conflictiva, ‘agónica’, como
diría don Miguel de Unamuno... Es una paz que abre desde fuera nuestros
sepulcros para que no sigamos viviendo como muertos, sino para que vivamos una
vida plena y auténtica, es decir, llena de preguntas y de problemas, pero
iluminada por Dios que es el que nos ofrece la auténtica vida en abundancia.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J.
Decano académico
de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá.