jueves, 7 de enero de 2016

“Sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este jueves del Tiempo de Navidad, después de la Epifanía.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Mateo 4,12-17.23-25. 
Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: ¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: "Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca". Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente. Su fama se extendió por toda la Siria, y le llevaban a todos los enfermos, afligidos por diversas enfermedades y sufrimientos: endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. 
Comentario

En verdad que Jesús, el Hijo de Dios encarnado, ha venido a buscar todo lo que se había perdido, vino a reunir a los hijos que el pecado había dispersado. Él cargó sobre sí todas nuestras culpas, y por sus heridas nosotros fuimos curados. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y nos da la luz para que en adelante ya no vayamos tras las obras de las tinieblas, del error, del pecado, sino que caminemos a la luz del Señor, revestidos de Cristo. Por eso hemos de reconocer con humildad nuestros desvíos y hemos de pedir perdón para volver al Señor y estar continuamente en su presencia. No basta con llamarnos hijos de Dios para serlo; hay que demostrarlo con la vida que se ha dejado iluminar por Cristo y que se convierte en portadora de la bondad del Señor para con los enfermos, los pobres, los pecadores. Pues así como Dios nos ha amado a nosotros, así nosotros debemos amarnos los unos a los otros. Si Cristo nos ha iluminado, seamos luz, y no tinieblas, ni ocasión de tropiezo para los demás.

El hombre de nuestro tiempo sufre muchas enfermedades y dolencias que necesitan ser curadas. El egoísmo ha anidado en muchos corazones y les ha llevado a querer lograr los propios objetivos incluso a costa de pisotear los derechos de los demás. Muchos se aferran al poder de tal manera que por conservarlo se dedican a sacrificar inocentes, sólo con el afán de conservar la propia imagen. Muchos se han autodenominado salvadores de los demás y se han vuelto implacables perseguidores de quienes no comulgan con sus ideas. Muchos, en el afán desmedido y enfermizo de poseer bienes temporales, se convierten en traficantes de drogas o se dedican al secuestro de personas. Mucho otros han perdido el sentido de la propia vida y queriendo olvidarse de sus propias pobrezas o tristezas se dedican a enviciarse o a envilecerse. Quienes pertenecemos a Cristo no podemos quedarnos contemplando las enfermedades y dolencias de la gente de nuestro tiempo. Es necesario ponernos en camino para tratar de remediar todos esos males, no por nuestras propias fuerzas, sino por la fuerza del Espíritu de Dios que habita en nuestros corazones e impulsa nuestra vida para que seamos un signo de Cristo Salvador para nuestros hermanos.

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