domingo, 25 de marzo de 2012

El que se ama a sí mismo, se pierde


¡Amor y paz!

La versión virtual del periódico El Tiempo, de Bogotá, el de mayor circulación en Colombia, publicó ayer sábado un escalofriante informe en su primera página. Y contrario a lo que se podría suponer, el adjetivo ‘escalofriante’ no califica esta vez a un asalto guerrillero ni a una masacre de las autodefensas, ni a una matanza de los narcotraficantes.

No. Se trata de algo peor, de un desangre mayor. El periodista lo sintetiza: “el sistema colombiano de salud ha muerto. Lo mataron la corrupción, la politiquería y la codicia”. Esto se manifiesta en que “nadie atiende a los afiliados, los médicos tienen que trabajar por unos honorarios de indigencia, los medicamentos son una tragedia de cada día y no les pagan a las instituciones que prestan servicios: hospitales, laboratorios clínicos, odontólogos, empresas de radiología”.

¿Y qué tiene que ver esto con el Evangelio de hoy? La relación la hace ver el beato Papa Juan Pablo II en una entrevista que publicó hace más de dos décadas la revista ‘Vida Nueva’: "el progreso de la humanidad se mide no sólo por el progreso de la ciencia y de la tecnología, sino también por la primacía de los valores éticos”.

Según eso, nuestra sociedad está en la era de las cavernas, sumergida en el atraso mayor, víctima de la tremenda corrupción, sobre todo, pero no únicamente, de las clases dirigentes.

A lo mejor no se entiende aún qué tiene que ver esto con el Evangelio. Insisto: todo. Porque quienes actúan corruptamente se dedicaron a servir al ‘dios’ dinero y no sólo se olvidaron sino, --perdónenme, no quiero ser ofensivo--, pisotean la Palabra de Dios. La cuestión es simple: o nos amamos a nosotros mismos, y entonces pasamos por encima de los demás, o amamos a Dios en nuestros hermanos.

Los invito, hermanos, a leer y, editar el Evangelio y el comentario, en este V Domingo de Cuaresma.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Juan 12,20-33.
Entre los que habían subido para adorar durante la fiesta, había unos griegos que se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. El les respondió: "Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada, ¿Y qué diré: 'Padre, líbrame de esta hora'? ¡Si para eso he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!". Entonces se oyó una voz del cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Jesús decía esto para indicar cómo iba a morir. 
Comentario

En el evangelio de Juan vemos a judíos -o convertidos al judaísmo- que vienen a Jerusalén con motivo de la fiesta pascual. En medio de la caravana aparecen algunos griegos que aprovechan para pedir a Felipe: «quisiéramos ver a Jesús». La pregunta no es « ¿dónde está?», a lo que probablemente cualquiera les hubiera respondido con una información adecuada, sino una petición que va unida al deseo de la mediación de los discípulos para conocer personalmente a Jesús.

Los discípulos son reconocidos por su cercanía al maestro y se convierten en mediadores, testigos y compañeros de camino para quienes quieren ver a Jesús. El hecho de que sean griegos quienes buscan a Jesús tal vez quiera ser un símbolo de universalidad del evangelio, pues «incluso los paganos buscan a Jesús». La ocasión es aprovechada para anunciar que el tiempo de las palabras y los signos está llegando a su fin, pues se acerca la «hora» del «signo» mayor: su pasión y muerte en la cruz para alcanzar la redención del mundo.

Jesús acude a una breve parábola. Sólo el grano de trigo que muere de mucho fruto. Esta brevísima parábola presenta una vez más, de otro modo, la lección fundamental del Evangelio entero, el punto máximo del mensaje de Jesús: el amor oblativo, el amor que se da a sí mismo, y que por ese perderse a sí mismo, por ese morir a sí mismo, genera vida.

Estamos ante una de las típicas «paradojas» del evangelio: «perder» la vida por amor es la forma de «ganarla» para la vida eterna (o sea, de cara a los valores definitivos); morir a sí mismo es la verdadera manera de vivir, entregar la vida es la mejor forma de retenerla, darla es la mejor forma de recibirla… «Paradoja» es una figura literaria que consiste en una «contradicción aparente»: perder-ganar, morir-vivir, entregar-retener, dar-recibir… Parecen dimensiones o realidades contradictorias, pero no lo son en realidad. Llegar a darse cuenta de que no hay tal contradicción, captar la verdad de la paradoja, es descubrir el evangelio.

Y estamos ante un punto alto de la revelación cristiana. En Jesús, se expresa una vez más el acceso de la Humanidad a la captación esta paradoja. En la «naturaleza», en el mundo animal sobre todo, el principal instinto es el de la autoconservación. Es cierto que hay mecanismos diríamos «altruistas» controlados hormonalmente para acompañar los momentos de la reproducción y la cría de la descendencia o para la defensa de la colectividad, pero no se trata verdaderamente de «amor», sino de instinto, un instinto puntual excepcional sobre el gran instinto de la autoconservación, que centra al individuo sobre sí mismo. La naturaleza animal está centrada sobre sí misma. Lo que pueda ser contrario a esta regla no es más que una excepción que la confirma.

El ser humano, por el contrario, se caracteriza por ser capaz de amar, por ser capaz de salir de sí mismo y entregar su vida o entregarse a sí mismo por amor. La humanización u hominización sería ese «descentramiento» de sí mismo, que es centramiento en los demás y en el amor. La parábola que estamos reflexionando expresa un punto alto de esa maduración de la Humanidad; tanto, que puede ser considerada como una expresión sintética de la cima del amor. En el fondo, esta parábola equivale al mandamiento nuevo: «Este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros ‘como yo’ les he amado; no hay mayor amor que ‘dar la vida’» (Jn 15,12-13).

Las palabras de Jesús tienen ahí también pretensión de síntesis; ahí se encierra todo el mensaje del Evangelio. Y en realidad se encierra ahí todo el mensaje religioso: también las otras religiones han llegado a descubrir el amor, la solidaridad… el «descentramiento» de sí mismo como la esencia de la religión. Jesús es una de esas expresiones máximas de la búsqueda de la Humanidad, y del avance de la presencia de Dios en su seno…

Si las semillas somos nosotros, ¿a qué debemos morir? Esta hora neoliberal que vive el mundo de hoy, aunque haya traído un notable avance en aspectos como la tecnología, la intercomunicación mundial, y hasta un notable desarrollo económico (tremendamente desequilibrado, por otra parte), no deja de ser un cierto «retroceso» en humanización: frente al pensamiento utópico, a las ideologías (en el sentido positivo de la palabra) que buscaban la «socialización» humana, la realización máxima posible de la solidaridad entre los humanos, el «centramiento» no en el individuo sino en la comunidad, en la colectividad, en la realización de una sociedad fraterna y reconciliada, tras el fracaso simplemente económico, militar o tecnológico de alguno de los sectores en conflicto, ha acabado por imponerse la vuelta a una economía supuestamente «natural», descontrolada, sin intervención, dejada al albur de los intereses de los grupos, llegándose a proclamar que la persecución del propio interés sería la mejor manera de contribuir para el bien común [fisiocracia, Tableau de Quesnay…].

El neoliberalismo, con su programa de adelgazamiento del Estado, su disminución de los programas sociales y la proclamación de un mercado supuestamente «libre», ha vuelto a hacer de la sociedad humana una «ley de la selva», donde cada uno busca su propio interés incluso con la conciencia tranquila. Es la proclamación contraria al Evangelio, y contraria al mensaje de las religiones. Es una vuelta a la ley natural, animal.

Afortunadamente hay cada vez más señales de que este eclipse de la solidaridad y este retroceso de hominización traslucen cada vez más su verdadera naturaleza, y la incorformidad surge por doquier. «Otro mundo es posible», a pesar del esfuerzo de la propaganda neoliberal por convencernos de que «no hay alternativa» y de que estamos en el «final (insuperable) de la historia»… Si, con el evangelio, creemos que no hay mayor amor que dar la vida, que la ley suprema es morir como el grano de trigo para dar vida, deberíamos comprometernos para que la sociedad se concientice sobre la necesidad de superar políticas económicas tan «naturales» y tan poco «sobrenaturales» como la actual política neoliberal.

Servicio Bíblico Latinoamericano