¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este Martes Santo, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Is 49,1-6):
Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos: El Señor me
llamó desde el vientre materno, de las entrañas de mi madre, y pronunció mi
nombre. Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su
mano; me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba y me dijo: «Tú eres mi
siervo, Israel, por medio de ti me glorificaré». Y yo pensaba: «En vano me he
cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas».
En realidad el Señor defendía mi causa, mi recompensa la custodiaba Dios. Y
ahora dice el Señor, el que me formó desde el vientre como siervo suyo, para
que le devolviese a Jacob, para que le reuniera a Israel; he sido glorificado a
los ojos de Dios. Y mi Dios era mi fuerza: «Es poco que seas mi siervo para
restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de
Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el
confín de la tierra».
Salmo responsorial: 70
R/. Mi boca contará tu salvación, Señor.
A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para
siempre; tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo, inclina a mí tu oído, y
sálvame.
Sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve, porque mi peña y mi
alcázar eres tú. Dios mío, líbrame de la mano perversa.
Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías.
Mi boca contará tu justicia, y todo el día tu salvación. Dios mío, me
instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas.
Versículo antes del Evangelio ():
¡Salve, Rey nuestro, obediente al Padre!: eres conducido a la crucifixión, como manso cordero al matadero.
Texto del Evangelio (Jn 13,21-33.36-38):
En aquel tiempo, estando Jesús sentado a la mesa con sus
discípulos, se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo
que uno de vosotros me entregará». Los discípulos se miraban unos a otros, sin
saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la
mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de
quién está hablando». Él, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice:
«Señor, ¿quién es?». Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy
a mojar». Y, mojando el bocado, le toma y se lo da a Judas, hijo de Simón
Iscariote. Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: «Lo
que vas a hacer, hazlo pronto». Pero ninguno de los comensales entendió por qué
se lo decía. Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaban que Jesús quería
decirle: «Compra lo que nos hace falta para la fiesta», o que diera algo a los
pobres. En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche.
Cuando salió, dice Jesús: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios
ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le
glorificará en sí mismo y le glorificará pronto. Hijos míos, ya poco tiempo voy
a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los
judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir, os digo también ahora a
vosotros». Simón Pedro le dice: «Señor, ¿a dónde vas?». Jesús le respondió:
«Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde». Pedro le dice:
«¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti». Le responde Jesús:
«¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo
antes que tú me hayas negado tres veces».
Comentario
Hoy, Martes Santo, la liturgia pone el acento sobre el
drama que está a punto de desencadenarse y que concluirá con la crucifixión del
Viernes Santo. «En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche» (Jn
13,30). Siempre es de noche cuando uno se aleja del que es «Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero» (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
El pecador es el que vuelve la espalda al Señor para gravitar alrededor de las
cosas creadas, sin referirlas a su Creador. San Agustín describe el pecado como
«un amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios». Una traición, en suma. Una
prevaricación fruto de «la arrogancia con la que queremos emanciparnos de Dios
y no ser nada más que nosotros mismos; la arrogancia por la que creemos no
tener necesidad del amor eterno, sino que deseamos dominar nuestra vida por
nosotros mismos» (Benedicto XVI). Se puede entender que Jesús, aquella noche,
se haya sentido «turbado en su interior» (Jn 13,21).
Afortunadamente, el pecado no es la última palabra. Ésta es la misericordia de
Dios. Pero ella supone un “cambio” por nuestra parte. Una inversión de la
situación que consiste en despegarse de las criaturas para vincularse a Dios y
reencontrar así la auténtica libertad. Sin embargo, no esperemos a estar
asqueados de las falsas libertades que hemos tomado, para cambiar a Dios. Según
denunció el padre jesuita Bourdaloue, «querríamos convertirnos cuando
estuviésemos cansados del mundo o, mejor dicho, cuando el mundo se hubiera
cansado de nosotros». Seamos más listos. Decidámonos ahora. La Semana Santa es
la ocasión propicia. En la Cruz, Cristo tiende sus brazos a todos. Nadie está
excluido. Todo ladrón arrepentido tiene su lugar en el paraíso. Eso sí, a
condición de cambiar de vida y de reparar, como el del Evangelio: «Nosotros, en
verdad, recibimos lo debido por lo que hemos hecho; pero éste no hizo mal
alguno» (Lc 23,41).
Abbé Jean GOTTIGNY (Bruxelles, Bélgica)
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