martes, 12 de enero de 2016

Jesús enseña de una manera nueva, llena de autoridad

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este martes de la 1z. Semana del Tiempo Ordinario.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Marcos 1,21-28.
Entraron en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios". Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre". El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!". Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.  
Comentario

Mientras la Palabra de Dios no transforme realmente al hombre, liberándolo de su esclavitud al pecado y al autor del pecado, es una palabra inútil, tal vez proclamada con bombo y platillos, con palabras eruditas, pero sin la fuerza del Espíritu Santo. No es el hombre que proclama el Evangelio quien debe ser admirado. Tampoco anunciamos el Evangelio para que todos los hombres admiren a Jesucristo sino para que acepten la salvación que el Padre Dios nos ofrece en su Hijo. Proclamamos el Nombre del Señor y su Palabra para que transforme el Corazón de todos. 

Por eso la Iglesia debe estar consciente de que continúa dándole cuerpo, pies, manos, boca a Aquel que es la Palabra, para que continúe realizando su obra de salvación en el mundo y su historia.

Si en algún momento quienes nos escuchen alabaran nuestras palabras y nuestras explicaciones, hagamos nuestro aquello que decía el Bautista y digamos: Yo sólo soy la voz de Aquel que es la Palabra; es necesario que Él crezca y que yo venga a menos. Pero recordemos también que la Palabra de Dios, antes que nada, debe producir en nosotros mismos abundantes frutos de salvación.

Si Jesús anunciaba con autoridad el Evangelio, era porque Él mismo se había convertido en un Evangelio viviente. Quienes seguimos las huellas de Cristo y anunciamos su Nombre a los demás, no podemos sino realizar lo mismo: vivir, antes que anunciar; pues sólo así seremos auténticos testigos y tendremos la autoridad suficiente para hacer llegar a todos el Evangelio de salvación.

Por medio de su Misterio Pascual el Señor ha vencido, de modo definitivo, al maligno. Su salvación se hace realidad en aquellos que depositan su fe en Él. Y depositar la fe en Jesucristo es todo un compromiso de apertura a su persona, a su obra de salvación en nosotros y a su Palabra que se convierte en luz y guía para nuestra vida. 

Los hijos de Dios, por nuestra unión a Jesucristo, el Unigénito del Padre, tenemos el gran compromiso de esforzarnos para que el Reino de Dios vaya haciéndose realidad en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida. El anuncio del Evangelio lo hemos de hacer con la fuerza que nos viene de la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida. Y, siendo los primeros en vivir lo que proclamamos, nos hemos de presentar ante los demás no como unos charlatanes, sino como quienes tienen autoridad para hablar del Señor desde una vida convertida en testimonio personal de la salvación que Dios ofrece a toda la humanidad. Ciertamente que en el camino de la vida nos encontraremos con muchas personas que han sido dañadas, tal vez fuertemente, por la maldad y dominadas por el pecado. A nosotros corresponde, por voluntad de Dios, llegar a ellos para ayudarles a encontrar en Cristo su amor misericordioso, su salvación y un compromiso nuevo para trabajar a favor del Reino. Por eso procuremos no quedarnos en el anuncio de la palabra de Dios mientras descuidamos nuestra respuesta personal a la misma. Quien anuncia el Evangelio y continúa, voluntariamente, sujeto al pecado, en lugar de procurar la salvación de los demás les estará llevando a una vida de hipocresía y de falta de compromiso real con el Señor.

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