domingo, 17 de marzo de 2019

Subió con ellos a lo alto de la montaña para orar

¡Amor y paz!
Los invito, hermanos a leer y meditar el Evangelio, este domingo de la 2a semana de Cuaresma.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Lucas 9, 28 b -36.
En aquel tiempo Jesús tomó a Pedro, a Juan y a Santiago, y subió con ellos a lo alto de la montaña para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos. De repente dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Y una voz desde la nube decía: “Éste es mi Hijo, el escogido, escúchenlo”. Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto
1.- Subió con ellos a lo alto de la montaña para orar
El domingo pasado el Evangelio nos presentaba a Jesús solo, orando y venciendo las tentaciones en el desierto. Hoy lo encontramos nuevamente en oración, pero en una montaña con tres de sus discípulos. Esta montaña, de la que no se precisa el nombre, parece ser el monte Tabor, situado en la región de Galilea, al norte de Israel, y cuya cima alcanza los 588 metros sobre el nivel del mar.
La oración, tanto en la soledad del retiro personal como en compañía de otros cuando nos reunimos en comunidad, es necesaria para poder experimentar en nuestra vida la revelación de la presencia transformadora de Dios. En medio de las situaciones difíciles que tenemos que afrontar, Jesús nos enseña con su ejemplo a buscar espacios de oración en los cuales revivamos y experimentemos el sentido trascendente de nuestra existencia.
2.- Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban
Antes de su “Transfiguración”, Jesús les había dicho a sus discípulos que lo iban condenar a muerte y que al tercer día resucitaría (Lucas 9, 22). Así les había anunciado lo que iba a ser su sacrificio redentor, por el cual Él mismo, Dios hecho hombre, llevaría su mensaje de amor misericordioso hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta la entrega de la propia vida para la salvación de toda la humanidad. El anuncio de su pasión y muerte, así como la exhortación a tomar la cruz y estar dispuestos a entregar la vida a imitación suya (Lucas 9, 23), habían causado en sus primeros discípulos un efecto de desaliento. Especialmente en Simón Pedro, quien había manifestado su desacuerdo con aquel anuncio de Jesús, y en Santiago y Juan, quienes tenían la ilusión de ser los preferidos en el futuro reino que su Maestro les había dicho que iba a establecer.
Jesús entonces se los lleva a la montaña. Según la tradición bíblica, era en los lugares altos donde solía manifestarse la gloria de Dios, tal como había sucedido en el monte Sinaí, también llamado “Horeb”, primero cuando Moisés recibió las tablas de la Ley promulgada por Dios, y varios siglos después cuando el profeta Elías, enviado por el mismo Dios para exhortar al pueblo de Israel a la conversión, es decir, a volver a Dios dejando a un lado la idolatría y la injusticia estuvo orando durante cuarenta días en ese mismo monte. Ahora, en el Tabor, Jesús manifiesta su gloria para fortalecer a sus discípulos en la fe, haciéndoles ver en forma luminosa lo que sería el acontecimiento pascual de su resurrección e indicándoles simbólicamente, mediante las figuras de Moisés y Elías, que en Él se cumplían las promesas del anuncio de un Mesías salvador, contenidas en los textos bíblicos de la Ley y de los Profetas.
3.- “Éste es mi Hijo, el escogido, escúchenlo”
También nosotros necesitamos, en medio de la oscuridad de las circunstancias problemáticas, cuando nos sentimos abrumados por el peso de la cruz que a cada cual le corresponde cargar, que el Señor se nos manifieste iluminándonos con su propia luz y dándonos con su Espíritu la fuerza que necesitamos para no desfallecer. Pero para que esto suceda, es preciso que busquemos espacios y aprovechemos los que se nos ofrecen disponiéndonos a atender la voz de Dios que nos dice interiormente, mostrándonos a Jesús: “Éste es mi Hijo (…), escúchenlo”.
En la primera lectura, tomada del libro del Génesis (5, 12.17-18), se cuenta cómo “Abrán” -quien luego sería llamado “Abraham”, nombre que en hebreo significa “padre de multitudes”-, le creyó al Señor, y se le contó en su haber. Era la fe en la promesa de un Dios que lo impulsaba a confiar en el futuro no sólo suyo, sino también de quienes vendrían después de él. La historia legendaria de Abraham, narrada desde el capítulo 12 hasta el 25 en el libro del Génesis del Antiguo Testamento, es la de un hombre de fe que vivió en el siglo 19 antes de Cristo y cuyos descendientes desarrollaron las religiones monoteístas, es decir, las que reconocen a un Dios único frente a las creencias politeístas -o en muchos “dioses”- de quienes practicaban la idolatría. Abraham sale de su patria en Ur de Caldea y emprende un camino hacia el futuro que el Señor le promete como un porvenir de bendición. Este porvenir es ofrecido no sólo a Abraham y su descendencia, sino también a todos los seres humanos que crean en el único y verdadero Dios y obren de acuerdo con su voluntad.
El Salmo responsorial [27 (26)], expresa precisamente esa esperanza: “El Señor es mi luz y mi salvación… Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor”. Y el apóstol san Pablo, en la segunda lectura (Filipenses 3,20; 4,1) nos indica la razón de esta esperanza a la que nos invita la contemplación del misterio de la transfiguración del Señor: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso”. Y ese modelo es precisamente el que les mostró a sus discípulos en el misterio de su Transfiguración –que es uno de los misterios “luminosos” del santo rosario–.
 
Somos, pues, invitados por Dios a un futuro de felicidad, y esa invitación se actualiza cuando escuchamos su Palabra. Para responder positivamente, necesitamos disponernos a que el Señor nos conceda el don de la fe. Una fe que nos haga posible no sólo emprender sino seguir recorriendo con perseverancia y esperanza el camino que Él mismo nos muestra para alcanzar la meta prometida de la felicidad eterna, participando de su resurrección gloriosa.
  •  El mensaje del Domingo
  •    Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.