¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra
de Dios y el comentario, en este Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Mayor.
Dios nos bendice...
Primera lectura
Lectura del libro de Isaías (50,4-7):
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Palabra de Dios
Salmo
Sal
21,8-9.17-18a.19-20.23-24
R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre, si tanto lo quiere.» R/.
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos. R/.
Se reparten mi ropa,
echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R/.
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel. R/.
R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre, si tanto lo quiere.» R/.
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos. R/.
Se reparten mi ropa,
echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R/.
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los Filipenses (2,6-11):
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Palabra de Dios
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Palabra de Dios
Evangelio
según San Mateo 21, 1-11 (Versión corta, que se lee durante la procesión de ramos)
Cuando se acercaban a
Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó a dos
discípulos, diciéndoles: «Vayan a la aldea de enfrente, encontrarán en seguida
una burra atada con su pollino, desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les dice
algo, contéstenle que el Señor los necesita y los devolverá pronto.» Esto
ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: «Díganle a la hija de
Sión: "Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un
pollino, hijo de una burra".»
Fueron los discípulos e
hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la burra y el pollino,
echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos
por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la
gente que iba delante y detrás gritaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el
que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!» Al entrar en Jerusalén,
toda la ciudad preguntaba alborotada: «¿Quién es éste?» La gente que venía con
él decía: «Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea.»
Comentario
La Semana Santa o Semana Mayor comienza con el Domingo
de Ramos, llamado también de Pasión. En este año, la lectura que antecede a
la bendición de los ramos con los cuales se aclama a Jesús inmediatamente antes
de la Misa al conmemorar su entrada en Jerusalén pocos días antes de su pasión
y muerte, es la del Evangelio según san Mateo. En la Misa se toma de este mismo
Evangelio el relato de la pasión y muerte de Cristo (26,14 - 27,66), precedido
de los textos de Isaías 50, 4-7, el Salmo 22 [21] y la carta de san Pablo a los
Filipenses (2, 6-11). Centremos nuestra reflexión en tres temas que se
relacionan con cada una de las frases que aparecen a continuación como títulos
de las respectivas secciones, y que encontramos en los textos mencionados del
Evangelio.
1. “¡Hosanna...! ¡Bendito
el que viene en nombre del Señor!”
La palabra Hosanna, proveniente
del hebreo, era también empleada en el idioma arameo, la lengua popular hablada
en tiempos de Jesús, y significa originariamente Sálvanos ahora.
Unida a la frase Bendito el que viene en nombre de Yahvé (o en
nombre del Señor, como dice el Evangelio y también el canto litúrgico de la
Misa que comienza con la invocación Santo, Santo, Santo…), está
tomada del Salmo 118 (117), un himno de acción de gracias a Dios que se cantaba
junto al Templo de Jerusalén en la llamada “Fiesta de las Tiendas” (es decir,
de las Carpas, también llamada “Fiesta de los Tabernáculos”), y que en sus
versículos 25 al 27 expresa así el reconocimiento a la acción salvadora de
Dios: “Sálvanos ahora, Yahvé, haz que nos vaya bien… Bendito el que
viene en el nombre de Yahvé… Yahvé es Dios, Él nos ilumina. Cierren la
procesión con ramos en la mano…” Con el tiempo, la misma palabra
“hosanna” se convirtió en un saludo de aclamación y bendición, frecuentemente
unido al canto del “hallel-u-yah”, término que en su significado
original hebreo quiere decir “alabemos a Yah”, o sea “alabemos
a Yahvé” (“alabemos al Señor”).
Al llegar a Jerusalén, Jesús, a quien las
gentes sencillas aclaman como el Mesías esperado, descendiente del rey David,
no entra arrogante en un carro de guerra tirado por caballos, sino manso y
humilde, cabalgando sobre un asno. El Reino que ha anunciado desde el inicio de
su predicación es distinto de los de este mundo, y eso es precisamente lo que
va a manifestarse en el proceso de su pasión y muerte, que culminará con el
acontecimiento pascual de la resurrección, no como un hecho espectacular sino
como una experiencia espiritual que sólo viven quienes se abren con fe a la
revelación de Dios.
2. “Tomen y coman, esto
es mi cuerpo... Beban, esto es mi sangre que se derrama por todos para el
perdón de los pecados” (Mt 26, 27)
El relato de la pasión según San Mateo,
inmediatamente después de la escena en que Judas Iscariote vende a su Maestro
por treinta monedas de plata -el precio que valía un esclavo-, nos presenta, en
la cena pascual que Jesús celebra con sus discípulos en la noche de la víspera
de su pasión, que conmemoraremos solemnemente en la Misa vespertina del Jueves
Santo, la institución de la sagrada Eucaristía, memorial del sacrificio
redentor de Cristo que nos entrega su cuerpo y su sangre para darnos vida
eterna. Memorial que no es un simple recuerdo, sino la actualización salvadora
para nosotros de su misterio pascual -pasión, muerte y resurrección-, cada vez
que participamos debidamente y con fe en la Eucaristía, alimentándonos con su
propia vida.
En este sentido, la Eucaristía es “el
sacramento de nuestra fe” en el que anunciamos su muerte, proclamamos
su resurrección y expresamos nuestra esperanza en su venida gloriosa a
nosotros; es el sacramento del amor de Dios manifestado en el mismo Jesucristo,
que implica a su vez el “mandamiento del amor”: a Dios sobre todas las cosas, y
a nuestros prójimos no sólo como a nosotros mismos, sino como Él nos ha
mostrado que nos ama: hasta la entrega de la propia vida “para el perdón de los
pecados”, es decir, un amor dispuesto a perdonar siempre y sin reservas.
3. “Verdaderamente, éste
era Hijo de Dios” (Mt 27, 54)
Esta frase del centurión romano al pie de la
cruz inmediatamente después de la muerte de Jesús, que conmemoraremos de manera
especial en la tarde del próximo Viernes Santo, contrasta con la invocación del
Salmo que Jesús acaba de hacer suya antes de morir, manifestando su
anonadamiento total: “¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?” (Salmo
22 [21]), un grito que expresa el misterio del silencio de Dios, sólo
comprensible desde la fe. También nosotros proclamamos nuestro reconocimiento
de Jesús como el Hijo de Dios cuando nos santiguamos con el signo de la santa
cruz que nos identifica como seguidores de Cristo y nos compromete con la
realización de lo que este seguimiento significa.
El título Hijo de Dios se
aplica a Jesús para indicar que se le reconoce como Dios. Lo mismo ocurre con
el término Señor, que encontramos constantemente en el Nuevo Testamento, por
ejemplo, en la segunda lectura de hoy cuando el apóstol san Pablo dice que
Aquél que se despojó de la gloria de su divinidad para humillarse hasta la
muerte de cruz -propia de los esclavos- como consecuencia de su solidaridad con
las víctimas de la injusticia y la violencia, fue exaltado con el nombre de “Señor” del
universo, todo lo contrario a lo sucedido en los comienzos de la humanidad, y
que sigue sucediendo hoy, cuando el ser humano cae en la tentación de la
soberbia al pretender igualarse a Dios desconociendo su condición de criatura.
Conclusión
Quienes creemos en Jesucristo como Hijo de
Dios y Señor del universo, reconocemos que en Él se cumplen las profecías de
los cuatro cantos o poemas del “Servidor de Yahvé” escritos
hace unos 2.550 años y que encontramos en el libro de Isaías. En el segundo
poema, que escuchábamos en la primera lectura de la Misa de este Domingo de
Ramos, el Servidor de Yahvé dice: “El Señor me ha instruido para que yo
consuele a los cansados con palabras de aliento” (Isaías 50, 4).
Dispongámonos a celebrar esta Semana Santa con
una fe tal que nos impulse a identificarnos con Jesús que se solidariza hasta
entregar su propia vida por todos los que están cansados de sufrir la
injusticia y la violencia. Aclamémoslo no sólo como “el que viene en el
nombre del Señor”, sino también como el que tiene este mismo título por
haber entregado su vida para salvarnos a todos y hacer de nosotros hijos de
Dios. Y en consecuencia, renovemos nuestro compromiso de vivir de acuerdo con
su mandamiento del amor significado en la santa cruz, cuyo cumplimiento es el
único camino para lograr la reconciliación y la paz en nuestra vida personal y
social-.
El mensaje del domingo.
Gabriel Jaime Pérez Montoya, S.J.