jueves, 1 de noviembre de 2012

Gracias, Señor, porque algunos me hacen sentir que «tú me cuidas»

¡Amor y paz!

Ya hemos indicado otras veces la trayectoria histórica de la fiesta de hoy. Fue inicialmente una celebración conjunta de todos los mártires cristianos, para pasar a ser después una fiesta conjunta de todos los santos, mártires o no. Al mismo tiempo se fue transformando en una especie de fiesta del santo desconocido, es decir, de aquellos hombres y mujeres que no han sido declarados oficialmente santos por la Iglesia, pero cuya vida ha sido un testimonio auténtico de seguimiento del evangelio.

Por otra parte, esta festividad está asociada a la de mañana, la de los fieles difuntos, que nos trae el recuerdo de los seres queridos que, como dice la vieja fórmula litúrgica, “nos han precedido con el signo de la fe y duermen el sueño de la paz”.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este jueves en que la Iglesia celebra la solemnidad de Todos los Santos.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Mateo 5,1-12a.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: ”Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.  Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron. 
Comentario

«La casa está encendida» Hace una semana moría uno de los más grandes poetas de un verdadero siglo de oro de la poesía española, Luis Rosales L. Se ha escrito de él que sus grandes temas de inspiración fueron el amor, la fe la amistad y, también, la muerte. En una de sus obras más conocidas, La casa encendida, hay una espléndida poesía en la que alude a la vuelta a su casa -Altamirano 34- y se pregunta: « ¿Quién te cuida?». Y el poeta se responde: «Y al mirar hacia arriba, vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares, las ventanas -sí, todas las ventanas-. Gracias, Señor, la casa está encendida».

He querido comenzar hoy mis palabras, en la festividad de Todos los Santos, aludiendo a ese hombre que fue hondamente religioso -alguien escribió que su último recuerdo fue verle con el rosario entre las manos ante el cadáver de un amigo muerto, Dámaso Alonso-; que afirmaba que para él no había otro acceso al misterio de Dios sino es a través de Jesucristo y se sentía enternecido ante un Dios que, para poder llorar, se había hecho hombre.

Desde que murió aquel "fénix de los ingenios", Lope de Vega, nadie había hecho una poesía tan bella ante el misterio de la navidad, del Dios hecho hombre, como ese espléndido Retablo que él nos dejó. Cuando vivimos ese clima cristiano y humano, que rodea los primeros días del mes de noviembre, tenemos un recuerdo para el que decía que «la muerte es una catedral de sal y yo pretendo entrar en ella como un minero del recuerdo».

(…) Un compañero jesuita español, que vive en un pobre suburbio de la República Dominicana, escribía una breve y espléndida poesía, seguramente ante la muerte de un amigo: «Al morir un amigo, algo de mí, que ya era él, se fue. Algo de mí resucitó en él. Algo de él, que todavía es yo, se quedó. Algo de él, espera a mi resurrección» (Benjamín González Buelta: ·GONZALEZ-BUELTA-B).

Creo que es un magnífico resumen de lo que un creyente debe sentir ante la muerte de un ser querido, también ante el recuerdo de esas personas buenas que nunca van a ser llevadas a los altares, pero que han dejado en nuestra vida un poso imborrable de verdad, de autenticidad, de vida según las bienaventuranzas; personas a las que se les puede aplicar lo que hoy decía Juan: «El mundo no nos conoce».

Cuando se nos muere un ser querido, también nosotros morimos, porque su vida y la mía eran inseparables, como escribía Pedro Laín Entralgo a su amigo Rosales: «La amistad consiste en que "él era él, yo era yo, y él y yo éramos nosotros"». Pero también podemos decir, desde nuestra fe cristiana, que algo de mi vida, de mi amor, vive resucitado en la vida resucitada del ser querido que nos dejó y al que estábamos unidos por el «nosotros».

La fiesta de hoy debe ser una acción de gracias hacia las huellas que han dejado en nosotros tantos grandes santos, que perviven en nuestra vida y en la de la comunidad de creyentes: la búsqueda de Dios de la obra de san Agustín, la sencillez y la llamada a la pobreza de un Francisco de Asís, los caminos de encuentro de la profundidad del hombre con el misterio de Dios, que nos legó Ignacio de Loyola; la intensa vida de oración que nos marcaron Teresa de Jesús o Juan de la Cruz y, en nuestros días, Edith Stein; el espíritu misionero de Francisco Javier o de Teresa de Lisieux.

Nadie puede poner en duda que algo, o mejor mucho de ellos, se ha quedado prendido a nuestro yo. Pero también podemos decir que se ha quedado con nosotros la fe, la bondad, la autenticidad de personas a quienes hemos conocido y han marcado nuestra vida. Algo o mucho de ellas ha quedado grabado en nuestra vida, permanece como una huella imborrable entreverada en nuestro yo más auténtico.

Y también, desde la otra orilla, desde la vida en Dios en que ellos siguen viviendo, podemos decir que algo de esos seres queridos espera a nuestra propia resurrección. Porque si la amistad consiste en que "el tú y yo éramos nosotros", el tú del amigo o del familiar querido no ha resucitado aún del todo, hasta que su tú y mi yo se funden en el nosotros.

¿A quién aludía Luis Rosales, cuando se preguntaba, desde su calle de Altamirano: «Quién te cuida», y veía su vida, al mirar hacia arriba, poblada de ventanas «iluminadas, obradoras, radiantes, estelares»? Sin duda se refería, él que cantó tanto al amor y a la amistad, a las ventanas de sus seres queridos, aunque quizá estuviesen apagadas, porque donde hay amor y verdadera amistad sabemos que siempre se puede encender una ventana «iluminada, obradora» para nuestra oscuridad. Sin duda, también se refería, el que cantó a la muerte y a la fe, a esas otras ventanas «radiantes, estelares», de aquellos que han marcado nuestra vida, que nos han dejado su huella y su poso en nuestra existencia, en los que ha resucitado algo de nosotros y algo de ellos espera también a nuestra resurrección.

¿No es esto lo que refleja su espléndida metáfora de creyente de que «la muerte es una catedral de sal y yo pretendo entrar en ella como un minero del recuerdo»? Porque nuestra fe cristiana y humana nos debe hacer «mineros del recuerdo», construir nuestra vida desde esas ventanas encendidas que nos hablan de amor, amistad, fe y esperanza. "Gracias, Señor, la casa está encendida". En esta fiesta de recuerdo a los grandes y a los pequeños santos, también nosotros podemos repetir, desde la cotidianidad de las calles de nuestra vida: «Gracias, Señor, mi casa está encendida», gracias, Señor porque hay personas que me hacen sentir que «tú me cuidas».

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madrid 1994.Pág. 391 ss.