¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer
y meditar el evangelio y el comentario, en este jueves de la 7ª. Semana de Pascua.
Dios nos bendice…
Evangelio
según San Juan 17,20-26.
Jesús levantó los ojos al cielo y oró diciendo: "Padre santo, no ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno -yo en ellos y tú en mí- para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste. Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque ya me amabas antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te conocí, y ellos reconocieron que tú me enviaste. Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos".
Comentario
La última súplica de Jesús
en su preciosa oración sacerdotal es un ruego por la unidad, por nuestra
unidad. El Papa Juan Pablo II, en su Encíclica “Ut unum sint”, nos ha regalado
una bellísima meditación sobre ese regalo-tarea que es “ser uno” en Jesús. De
los números 9 al 14 de este documento tomamos los siguientes pasajes. El
formato aquí es nuestro.
Jesús mismo antes de su
Pasión rogó para “que todos sean uno” (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor
dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que
está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la
comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad.
Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda
la profundidad de su ágape.
En efecto, la unidad dada
por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas
personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos
de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica. Los
fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El,
en su comunión con el Padre: “Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con
su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1, 3). Así pues, para la Iglesia católica, la
comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia
por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su
vida eterna. Las palabras de Cristo “que todos sean uno” son pues la oración
dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille
a los ojos de todos “cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos
en Dios, Creador de todas las cosas” (Ef 3, 9). Creer en Cristo significa
querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la
Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del
Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo:
“Ut unum sint”.
En la situación actual de
división entre los cristianos y de confiada búsqueda de la plena comunión, los
fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la
Iglesia. El Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión
eclesiológica lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre
los demás cristianos. Los fieles católicos afrontan la problemática ecuménica
con un espíritu de fe.
El Concilio afirma que “la
Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de
Pedro y por los obispos en comunión con él” y al mismo tiempo reconoce que
“fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo,
empujan hacia la unidad católica”.
“Por tanto, las mismas
Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos que padecen deficiencias, de
ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la salvación.
Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de
salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue
confiada a la Iglesia católica”.
De este modo la Iglesia
católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha permanecido en
la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia, y
esto a pesar de las crisis con frecuencia graves que la han sacudido, las
faltas de fidelidad de algunos de sus ministros y los errores que cotidianamente
cometen sus miembros. La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le
viene del Espíritu, las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces
las traiciones de algunos de sus hijos, no pueden destruir lo que Dios ha
infundido en ella en virtud de su designio de gracia. Incluso “las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Sin embargo la Iglesia
católica no olvida que muchos en su seno ofuscan el designio de Dios. Al
recordar la división de los cristianos, el Decreto sobre el ecumenismo no
ignora la “culpa de los hombres por ambas partes”, reconociendo que la
responsabilidad no se puede atribuir únicamente a los “demás”. Gracias a Dios,
no se ha destruido lo que pertenece a la estructura de la Iglesia de Cristo, ni
tampoco la comunión existente con las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.
En efecto, los elementos de
santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en
grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión
existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica.
En la medida en que estos
elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la única Iglesia
de Cristo tiene una presencia operante en ellas. Por este motivo el Concilio
Vaticano II habla de una cierta comunión, aunque imperfecta. La Constitución Lumen
Gentium señala que la Iglesia católica “se siente unida por muchas razones” a
estas Comunidades con una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo.
La misma Constitución
explicita ampliamente “los elementos de santificación y de verdad” que, de diversos
modos, se encuentran y actúan fuera de los límites visibles de la Iglesia
católica: “Son muchos, en efecto, los que veneran la Sagrada Escritura como
norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero por la religión, creen con
amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios Salvador y están marcados
por el Bautismo, por el que están unidos a Cristo, e incluso reconocen y
reciben en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales otros sacramentos.
Algunos de ellos tienen también el Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y
fomentan la devoción a la Virgen Madre de Dios. Se añade a esto la comunión en
la oración y en otros bienes espirituales, incluso una cierta verdadera unión
en el Espíritu Santo. Este actúa, sin duda, también en ellos y los santifica
con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para
derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu suscita en todos los discípulos
de Cristo el deseo de trabajar para que todos se unan en paz, de la manera
querida por Cristo, en un solo rebaño bajo un solo Pastor”.
El Decreto conciliar sobre
el ecumenismo, refiriéndose a las Iglesias ortodoxas llega a declarar que “por
la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se
edifica y crece la Iglesia de Dios”. Reconocer todo esto es una exigencia de la
verdad.
El mismo Documento presenta
someramente las implicaciones doctrinales. En relación a los miembros de esas
Comunidades, declara: “Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado
a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y
son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en
el Señor”.
Refiriéndose a los múltiples
bienes presentes en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, el Decreto
añade: “Todas estas realidades, que proceden de Cristo y conducen a El,
pertenecen, por derecho, a la única Iglesia de Cristo. Nuestros hermanos
separados practican también no pocas acciones sagradas de la religión
cristiana, las cuales, de distintos modos, según la diversa condición de cada
Iglesia o comunidad, pueden sin duda producir realmente la vida de la gracia, y
deben ser consideradas aptas para abrir el acceso a la comunión de la
salvación”.
Se trata de textos ecuménicos
de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío
eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia católica
son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia
que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades
cristianas.
Todos estos elementos llevan
en sí mismos la llamada a la unidad para encontrar en ella su plenitud. No se
trata de poner juntas todas las riquezas diseminadas en las Comunidades cristianas
con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la gran
Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia
católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en
su realidad escatológica, que Él había preparado “desde el tiempo de Abel el
Justo”. Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos
tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud,
en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades, donde
ciertos aspectos del misterio cristiano han estado a veces más eficazmente
puestos de relieve. El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la
comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la
verdad y en la caridad.
http://fraynelson.com/homilias.html.