¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este Domingo 30 del Tiempo Ordinario, ciclo b.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Jer 31,7-9):
Así dice el Señor: «Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel. Mirad que yo os traeré del país del norte, os congregaré de los confines de la tierra. Entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito».
Salmo responsorial: 125
R/. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía
soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.
Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos». El Señor ha
estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que
sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.
Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo
sus gavillas.
2ª Lectura (Heb 5,1-6):
Todo sumo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. A causa de ellas, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo. Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy», o, como dice otro pasaje de la Escritura: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».
Versículo antes del Evangelio (2Tim 1,10b):
Aleluya. Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido la muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mc 10,46-52):
En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
Comentario
Hoy, contemplamos a un hombre que, en su desgracia,
encuentra la verdadera felicidad gracias a Jesucristo. Se trata de una persona
con dos carencias: la falta de visión corporal y la imposibilidad de trabajar
para ganarse la vida, lo cual le obliga a mendigar. Necesita ayuda y se sitúa
junto al camino, a la salida de Jericó, por donde pasan muchos viandantes.
Por suerte para él, en aquella ocasión es Jesús quien pasa, acompañado de sus
discípulos y otras personas. Sin duda, el ciego ha oído hablar de Jesús; le
habrían comentado que hacía prodigios y, al saber que pasa cerca, empieza a
gritar: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10,47). Para los
acompañantes del Maestro resultan molestos los gritos del ciego, no piensan en
la triste situación de aquel hombre, son egoístas. Pero Jesús sí quiere
responder al mendigo y hace que lo llamen. Inmediatamente, el ciego se halla
ante el Hijo de David y empieza el diálogo con una pregunta y una respuesta:
«Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: ‘¿Qué quieres que te haga?’. El ciego le
dijo: ‘Rabbuní, ¡que vea!’» (Mc 10,51). Y Jesús le concede doble visión: la
física y la más importante, la fe que es la visión interior de Dios. Dice san
Clemente de Alejandría: «Pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de
la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y
contemplemos al que es realmente Dios».
Frecuentemente nos quejamos y decimos: —No sé rezar. Tomemos ejemplo entonces
del ciego del Evangelio: Insiste en llamar a Jesús, y con tres palabras le dice
cuanto necesita. ¿Nos falta fe? Digámosle: —Señor, aumenta mi fe. ¿Tenemos
familiares o amigos que han dejado de practicar? Oremos entonces así: —Señor
Jesús, haz que vean. ¿Es tan importante la fe? Si la comparamos con la visión
física, ¿qué diremos? Es triste la situación del ciego, pero mucho más lo es la
del no creyente. Digámosles:
—El Maestro te llama, preséntale tu necesidad y Jesús te responderá generosamente.
Rev. D. Pere CAMPANYÀ i Ribó (Barcelona, España)
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