¡Amor y paz!
Hoy y mañana, los últimos días feriales de la
Pascua, cambiamos de escenario. Lo que leemos no pertenece ya a la Ultima Cena,
sino a la aparición del Resucitado a siete discípulos a orillas del lago de
Genesaret.
Ya habíamos leído esta aparición en la primera
semana de Pascua -por tanto el final de la Pascua conecta con su principio-
pero hoy escuchamos el diálogo «de sobremesa» que tuvo lugar después de la
pesca milagrosa y el encuentro de Jesús con los suyos, con el amable desayuno
que les preparó.
El diálogo tiene como protagonista a Pedro, con las
tres preguntas de Jesús y las tres respuestas del apóstol que le había negado.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este viernes de la 7ª, semana de Pascua.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Juan 21,15-19.
Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, dijo a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?". El le respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos". Le volvió a decir por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". El le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas". Le preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras". De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: "Sígueme".
Comentario
El amor a Cristo no puede ser auténtico mientras no
se traduzca en un verdadero servicio a nuestro prójimo. Cuidar, velar de él,
procurar su bien, defenderlo del mal y de las insidias de los malvados, estará
indicando el grado de amor que realmente le tenemos a Cristo. Si en verdad
amamos a Cristo debemos dejarnos conducir por su Espíritu. Mientras uno es
joven, inmaduro, va por los propios caminos, por los propios caprichos e
imaginaciones. Una fe madura debe llevarnos a dejarnos conducir por el Espíritu
que, como el viento, nos llevará por donde Él quiera. Entonces podremos ser
auténticos testigos de Cristo, dispuestos incluso a derramar nuestra sangre por
Él en favor de nuestro prójimo, a quien amaremos como nosotros hemos sido
amados por el Señor.
En la Eucaristía el Señor nos comunica su Vida, su Amor para que realmente podamos transformarnos por obra de su Espíritu en nosotros. El Señor espera de nosotros no sólo un momento de oración, tal vez muy devota; Él quiere de nosotros un auténtico compromiso de amor que nos lleve a amar y servir a nuestro prójimo hasta el extremo, como nosotros hemos sido amados por Cristo. El Señor nos pide que vayamos tras sus huellas de servicio, de entrega en favor de los demás. Junto con Él nuestra vida se ha de entregar por los demás y nuestra sangre se ha de derramar para el perdón de sus pecados. Unidos al Sacrificio redentor de Cristo estamos aceptando darlo todo, con amor, para que el Reino de Dios y su salvación llegue a todos. Cristo ha velado por nosotros, por nuestro bien, por nuestra salvación. Ahora quiere que su Iglesia continúe con esa misma obra a través del tiempo. Vivamos totalmente comprometidos con la obra de salvación que el Señor nos ha confiado.
Por eso, quienes vivimos la Eucaristía debemos ir hacia nuestro prójimo como testigos de la Resurrección de Cristo, hombres renovados y nacidos del Espíritu para estar al servicio del Evangelio, amando, socorriendo, perdonando, levantando a nuestro prójimo. Ir tras las huellas de Cristo no puede quedarse en un estar con Él en algunos actos de piedad; ir tras las huellas de Cristo nos debe hacer testigos de Él con la vida y las obras. Velar por nuestro prójimo no puede quedarse sólo en remediarle sus necesidades materiales o corporales; mientras no procuremos que el amor a Dios y al prójimo se haga realidad en ellos, mientras Cristo no signifique todo para ellos, mientras no se dejen conducir por el Espíritu Santo, mientras no les enseñemos a ir tras las huellas de Cristo estaremos errando en la finalidad principal del anuncio del Evangelio.
En la Eucaristía el Señor nos comunica su Vida, su Amor para que realmente podamos transformarnos por obra de su Espíritu en nosotros. El Señor espera de nosotros no sólo un momento de oración, tal vez muy devota; Él quiere de nosotros un auténtico compromiso de amor que nos lleve a amar y servir a nuestro prójimo hasta el extremo, como nosotros hemos sido amados por Cristo. El Señor nos pide que vayamos tras sus huellas de servicio, de entrega en favor de los demás. Junto con Él nuestra vida se ha de entregar por los demás y nuestra sangre se ha de derramar para el perdón de sus pecados. Unidos al Sacrificio redentor de Cristo estamos aceptando darlo todo, con amor, para que el Reino de Dios y su salvación llegue a todos. Cristo ha velado por nosotros, por nuestro bien, por nuestra salvación. Ahora quiere que su Iglesia continúe con esa misma obra a través del tiempo. Vivamos totalmente comprometidos con la obra de salvación que el Señor nos ha confiado.
Por eso, quienes vivimos la Eucaristía debemos ir hacia nuestro prójimo como testigos de la Resurrección de Cristo, hombres renovados y nacidos del Espíritu para estar al servicio del Evangelio, amando, socorriendo, perdonando, levantando a nuestro prójimo. Ir tras las huellas de Cristo no puede quedarse en un estar con Él en algunos actos de piedad; ir tras las huellas de Cristo nos debe hacer testigos de Él con la vida y las obras. Velar por nuestro prójimo no puede quedarse sólo en remediarle sus necesidades materiales o corporales; mientras no procuremos que el amor a Dios y al prójimo se haga realidad en ellos, mientras Cristo no signifique todo para ellos, mientras no se dejen conducir por el Espíritu Santo, mientras no les enseñemos a ir tras las huellas de Cristo estaremos errando en la finalidad principal del anuncio del Evangelio.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber vivir en un auténtico amor a Dios, convirtiéndonos en templos suyos, de tal forma que, desde ese amor y presencia del Señor en nosotros, podamos vivir también con autenticidad el compromiso de salvación que debemos cumplir en favor de nuestro prójimo. Amén.