¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este jueves 8 del Tiempo Ordinario, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (1Pe 2,2-5.9-12):
Como el niño recién nacido ansía la leche, ansiad
vosotros la auténtica, no adulterada, para crecer con ella sanos; ya que habéis
saboreado lo bueno que es el Señor. Acercándoos al Señor, la piedra viva
desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también
vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del
Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales
que Dios acepta por Jesucristo. Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio
real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las
hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz
maravillosa.
Antes erais «no pueblo», ahora sois «pueblo de Dios»; antes erais «no
compadecidos», ahora sois «compadecidos». Queridos hermanos, como forasteros en
país extraño, os recomiendo que os apartéis de los deseos carnales que os hacen
la guerra. Vuestra conducta entre los gentiles sea buena; así, mientras os
calumnian como si fuerais criminales, verán con sus propios ojos que os portáis
honradamente y darán gloria a Dios el día que él los visite.
Salmo responsorial: 99
R/. Entrad en la presencia del Señor con vítores
Aclama al Señor, tierra entera, servid al Señor con
alegría, entrad en su presencia con vítores.
Sabed que el Señor es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas
de su rebaño.
Entrad por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre.
«El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las
edades.»
Versículo antes del Evangelio (Jn 8,12)
: Aleluya. Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue tendrá la luz de la vida. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mc 10,46-52):
En aquel tiempo,
cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran
muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado
junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar:
«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se
callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo,
levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde
Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego
le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al
instante, recobró la vista y le seguía por el camino.
Comentario
Hoy, Cristo nos sale al encuentro. Todos somos Bartimeo:
ese invidente a cuya vera pasó Jesús y saltó gritando hasta que éste le hiciese
caso. Quizás tengamos un nombre un poco más agraciado... pero nuestra humana
flaqueza (moral) es semejante a la ceguera que sufría nuestro protagonista.
Tampoco nosotros logramos ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los
tratamos como los tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias
sociales, en las estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos
para un compromiso social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar
que en recibir», que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos» (Jn 15,13). Vemos borroso lo que es nítido: que los espejismos del
mundo conducen a la frustración, y que las paradojas del Evangelio, tras la
dificultad, producen fruto, realización y vida. Somos verdaderamente débiles
visuales, no por eufemismo sino en realidad: nuestra voluntad debilitada por el
pecado ofusca la verdad en nuestra inteligencia y escogemos lo que no nos
conviene.
Solución: gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús, ten compasión de mí»
(Mc 10,48). Y gritar más cuanto más te increpen, te desanimen o te desanimes:
«Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más…» (Mc
10,48). Gritar que es también pedir: «Maestro, que vea» (cf. Mc 10,51).
Solución: dar, como él, un brinco en la fe, creer más allá de nuestras
certezas, fiarse de quien nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se quedó con
nosotros, en la Eucaristía.
El Papa San Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de
meditación —tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a
las claras que «el que ora cambia la historia».
P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona, España)
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