¡Amor y paz!
Más de 2.000 años después
de su presencia en este mundo y de la predicación de los apóstoles y de la
Iglesia en general, muchos aún no conocen a Jesucristo. Lo peor es que también
entre los bautizados hay quienes no saben de Él. Todos estamos invitados a
conocerlo, a amarlo y a seguirlo. Para eso les repito las palabras del apóstol Felipe a Natanael: “Vengan
y lo verán”.
La Iglesia recuerda hoy a
los apóstoles Felipe y Santiago, al celebrar su fiesta. Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 14,6-14.
Jesús contestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocen a mí, también conocerán al Padre. Pero ya lo conocen y lo han visto.» Felipe le dijo: «Señor, muéstranos al Padre, y eso nos basta.» Jesús le respondió: «Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo es que dices: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí? Cuando les enseño, esto no viene de mí, sino que el Padre, que permanece en mí, hace sus propias obras. Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Créanme en esto; o si no, créanlo por las obras mismas. En verdad les digo: El que crea en mí hará las mismas obras que yo hago y, como ahora voy al Padre, las hará aún mayores. Todo lo que pidan en mi Nombre lo haré, de manera que el Padre sea glorificado en su Hijo. Y también haré lo que me pidan invocando mi Nombre.
Comentario
Entre aquellos
bienaventurados galileos que tuvieron la dicha inefable de ser llamados por
Jesucristo a formar su Colegio apostólico los evangelistas enumeran a Felipe, hijo
de Alfeo, y a Santiago el Menor. Ambos respondieron con prontitud y generosidad
al llamamiento que el Señor les hizo y le acompañaron desde el principio de su
ministerio por aquellos caminos polvorientos de Palestina. Escucharon de sus
mismos labios la predicación del mensaje de salvación que vino a traer a la
tierra y fueron testigos de su milagro, de su gloriosa resurrección y ascensión
a los cielos.
Entre aquellos
bienaventurados galileos que tuvieron la dicha inefable de ser llamados por
Jesucristo a formar su Colegio apostólico los evangelistas enumeran a Felipe, hijo
de Alfeo, y a Santiago el Menor. Ambos respondieron con prontitud y generosidad
al llamamiento que el Señor les hizo y le acompañaron desde el principio de su
ministerio por aquellos caminos polvorientos de Palestina. Escucharon de sus
mismos labios la predicación del mensaje de salvación que vino a traer a la
tierra y fueron testigos de su milagro, de su gloriosa resurrección y ascensión
a los cielos.
Felipe era natural
de Betsaida de Galilea, la ciudad de Pedro y Andrés, a quienes tal vez le unían
lazos de amistad. Al volver Jesucristo a Galilea con los tres primeros
discípulos, Andrés, Pedro y Juan, después del breve ministerio que siguió a su
bautismo en la región del Jordán, se encuentra con Felipe y le dice: "Ven
y sígueme" (Jn. 1, 43); era la invitación que los rabinos dirigían a
quienes querían constituir sus discípulos. Felipe responde con generosidad
digna de admiración y, no contento con su respuesta personal, proporciona al
maestro un nuevo discípulo. Encontrándose con Natanael le dice: "Hemos
hallado a Aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús,
hijo de José, de Nazaret”. A las palabras de extrañeza o admiración de
Natanael, "¿Puede de Nazaret salir cosa buena?", responde sin
vacilar: "Ven y verás".
No era éste el llamamiento
definitivo, sólo tenía como finalidad primaria poner a aquellos hombres en
contacto con Jesús. Aquél tuvo lugar más tarde a orillas del lago de Genesaret.
Los tres evangelistas nos refieren que, después de haber pasado el Señor una
noche en oración, reunió a la mañana siguiente a sus discípulos y escogió a los
doce que habían de formar el Colegio Apostólico. Después de las dos parejas de
hermanos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, las listas presentan a Felipe, que
había sido uno de los primeros llamados por Jesús (Mt. 9, 35-10, 4; Mc. 3,
7-19; Lc. 6,12-16).
En otras tres
ocasiones aparece nuestro apóstol en escena. En la multiplicación de los panes
Jesucristo debió entrever en Felipe un deje de compasión hacia la multitud que
había seguido al Maestro al desierto y le pregunta: "¿Felipe, cómo vamos a
dar de comer a tanta gente?". El, echando una mirada sobre las turbas,
exclama: "Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno reciba un
pedazo". Seguramente no sospechaba lo que iba a hacer el Señor (Jn. 6,
5-7). Aparece, en otra ocasión, como mediador de aquellos prosélitos que se
encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua. Habían éstos presenciado la
entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén y querían verle de cerca. Tal vez
Felipe, como podría insinuar su nombre, tenía algunos conocimientos de la
lengua griega y por ello se dirigieron a él. Felipe, a su vez, lo dice a Andrés
y ambos lo comunicaron al Señor (Jn. 12, 20).
La última
intervención de Felipe que recogen los evangelistas tuvo lugar durante la
última cena. Tomás había preguntado el lugar adonde iba a ir Jesús y el camino
que llevaba a él; el Señor había contestado: "Nadie viene al Padre sino
por mí". Anhelando entonces Felipe un conocimiento más profundo del Padre
que le hiciese comprender mejor aquel discurso largo y misterioso a veces de
Jesús, interviene diciendo: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta".
Él le contesta que esa aparición visible del Padre la tenían en Él: "Quien
me ve a mí ve al Padre" (Jn. 13, 8-11).
Por lo que se
refiere a los años del apóstol que siguieron a la ascensión del Señor,
carecemos de noticias que ofrezcan garantías de seguridad y hasta es posible
que algunas de las que a él se atribuyen pertenezcan a Felipe el diácono. Como
los demás apóstoles, permanecería durante unos años en Palestina y después
marcharía a predicar el Evangelio fuera de sus fronteras. La tradición afirma
que predicó en Frigia. Se dice que convirtió muchas almas, que hizo muchos
milagros, que destruyó una monstruosa víbora que adoraban los habitantes de la
región. Se refiere, finalmente, que los magistrados, viendo los progresos que
hacía el cristianismo, le prendieron, azotaron y amarraron a una cruz muriendo el
día 1 de mayo del año 54 según Baronio. Parte de sus reliquias fueron llevadas
a Constantinopla y otra parte se venera en la iglesia de los Santos Apóstoles,
de Roma.
Santiago nació en
Caná de Galilea, situada cerca de Nazaret. Su padre se llamaba Alfeo. Su madre,
María, estaba emparentada (probablemente prima hermana) con la Santísima
Virgen, de modo que Santiago era primo del Señor. Los evangelistas no nos
refieren intervención alguna particular de este apóstol; únicamente lo enumeran
en las listas de los Doce (Mt. 10, 2-4; Mc. 3, 13-19; Lc. 6, 14-16). San Pablo
refiere que Jesucristo resucitado, le distinguió con una aparición personal (1
Cor. 15, 7).
Los Hechos de los
Apóstoles y la Carta a los gálatas ponen de relieve que Santiago ocupaba un
puesto preeminente en la iglesia de Jerusalén. La primera vez que San Pablo
subió a Jerusalén después de su conversión dice que fue para visitar a San
Pedro y añade que no vio a ninguno de los otros apóstoles, sino a Santiago
(Gal. 1, 18-19). Después de su liberación milagrosa de la cárcel por el ángel,
San Pedro se presenta en casa de la madre de Juan Marcos, refiere cómo fue
librado de la prisión y les dio este encargo: "Haced saber esto a Santiago
y a los hermanos" (Act. 12, 17). Refiriendo el último viaje de San Pablo a
Jerusalén escribe San Lucas que los hermanos le recibieron con mucha alegría y
que al día siguiente fueron con San Pablo a visitar a Santiago, a cuya casa
concurrieron todos los presbíteros (Act. 21, 15-18). En su Carta a los gálatas
San Pablo le llama, juntamente con Pedro y Juan, "columnas de la
Iglesia" (2, 9).
En el concilio de
Jerusalén tuvo una acertada intervención. Santiago defendía, lo mismo que los
apóstoles San Pedro y San Pablo, que los gentiles estaban exentos del
cumplimiento de la Ley mosaica. Sin embargo, conocedor como ninguno de la
situación y circunstancias de los judíos convertidos, propuso que se impusiese
a los gentiles el abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos, las no
sangradas, la sangre misma y abstenerse de la fornicación, que, si bien está
prohibida por la misma ley natural, no era considerada como cosa grave por los
gentiles. El parecer de Santiago fue aceptado por el concilio. Ello
contribuiría a la unión de todos los cristianos, judíos y gentiles.
Los escritores
eclesiásticos nos dan preciosas y edificantes referencias sobre el apóstol
Santiago. Se dice que fue nombrado obispo de Jerusalén por los apóstoles Pedro,
Santiago y Juan. Según Eusebio, San Juan Crisóstomo y otros fue el Señor mismo
quien le había designado para tal misión. La presencia de Santiago en la Ciudad
Santa fue una bendición especialmente para los judíos; su profundo amor y
observancia de la ley, su asiduidad en ir al Templo a orar, su gran parecido
con los santos del Antiguo Testamento les cautivó y facilitó el camino para la
fe en Jesucristo al ver que podían conservar su veneración por Moisés y adorar
en el Templo al Dios de Israel.
Una tradición
atestiguada por Hegesipo y recogida por Eusebio dice que judíos y cristianos le
designaban con el apelativo "el justo", que llevó una vida sin mancha
y austerísima, absteniéndose de vino y licores, y que su vestido era de lino.
Se refiere también que se postraba con tal frecuencia para orar al Señor que en
sus rodillas se habían formado gruesos callos. Sus miembros estaban como
muertos, dice San Juan Crisóstomo. A todo ello añadió una bondad admirable y
con todo ello supo mantener la unión entre los cristianos de Jerusalén.
Escribió una de las
cartas apostólicas que lleva su nombre, dirigida a las doce tribus de la
dispersión. En esta época los judíos se encontraban dispersos en todas las
provincias romanas y hasta más allá del Eufrates, afirma Josefo. Santiago les
dirige una carta que viene a ser un conjunto de preciosas sentencias más que un
conjunto lógicamente encadenado. En ella les exhorta a la paciencia en las
pruebas y tentaciones, lo cual conduce a la perfección, al amor fraternal sin
acepción de personas; les instruye sobre la doctrina de la fe y las obras, “la
fe —les dice—, si no tiene obras es de suyo muerta" (2, 17); les
recomienda que eviten los pecados de lengua; les enseña a discernir la
verdadera de la falsa sabiduría; hace serias advertencias a los ricos que han
adquirido sus riquezas con injusticias para con sus obreros y ponen en ellas su
corazón. Termina con las palabras que el concilio Tridentino ha interpretado
como promulgación del sacramento de la extremaunción: "¿Alguno entre
vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él,
ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al
enfermo, y el Señor le aliviará y los pecados que hubiere cometido le serán
perdonados" (5, 14-15).
Josefo refiere que
fue condenado a ser lapidado por el sumo sacerdote Anás II, quien aprovechó
para ello el intervalo transcurrido entre la muerte del procónsul Festo y la
llegada de su sucesor Albino I el año 62. Hegesipo refiere con detalle su
martirio: dice que fue arrojado de las almenas del Templo; pudo incorporarse y,
poniéndose de rodillas, oraba por sus asesinos; el populacho arrojó sobre él
una granizada de piedras y, por fin, un batanero le golpeó en la cabeza con el
cabestán hasta dejarle muerto. Allí mismo se le dio sepultura. Hoy se muestra
su sepulcro frente al ángulo sudeste de la muralla de la ciudad.
La Iglesia unió las
festividades de ambos apóstoles mártires y la ha celebrado el día 1 de mayo
hasta el año 1955. En este año señaló dicha fecha para la fiesta de San José
Obrero y trasladó la festividad de San Felipe y Santiago al día 11 del mismo
mes.
GABRIEL
PÉREZ