¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer
y meditar el Evangelio y el comentario, en este viernes en que celebramos la
solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Dios nos bendice…
Evangelio según San Lucas 15,3-7.
Jesús les dijo entonces esta parábola: "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido". Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse".
Comentario
Hoy es la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús. La liturgia conduce nuestra mirada directamente a la fuente
del Amor más grande, al Amor crucificado. Hoy es un hermoso día para
contemplar, para saborear, para aprender cómo se ama. Porque los cristianos corremos
el riesgo de sustituir al Dios del amor y de la misericordia por el dios del
culto y de la ley, y hacer de éstos el criterio único de nuestro encuentro con
Él. Desde la cátedra de la cruz y con la herida de su costado abierta, Él sigue
atrayendo inexplicablemente a todos hacia Él para mostrarles la belleza del
Dios-amor, el único que existe. Uno de los infinitos perfiles de este Dios-amor
aparece en la primera de las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas, que hoy
leemos en la Eucaristía. Nos conviene escucharle a Él para no confundirnos. En
concreto subraya, entre otras, tres rasgos del amor de Dios, del amor
verdadero:
Primero, el amor verdadero o
es personal o no lo es. Porque no puede ser amor la leyenda de aquel cartel de
Snoopy cuando decía con humor avinagrado: “Amo a la humanidad, pero no aguanto
a la gente”. A Jesús le importa la gente concreta; más aún, le importa uno
solo. Cada persona posee valor infinito. Uno vale más que todos. Es llamativo
que en el evangelio no aparezca jamás una declaración de derechos humanos, sino
la invitación a amar al próximo, que es una persona real y la tengo delante de
mí. Nadie sobra. Todos son primeros. Incluso los que parecen no merecerlo
porque “no hay nube por negra que sea que no tenga un borde plateado”.
Segundo, el amor verdadero o
es misericordioso o no lo es. Jesús lo deja todo por el que está perdido, por
quien no es el mejor. La misericordia nace al adivinar las infinitas
posibilidades que se esconden en el perdido. Ser misericordioso es, pues, un ejercicio
de percepción; de ver al perdido como lo ve Jesús, sin confundir las
apariencias con la realidad. Decía Maquiavelo que “pocos ven lo que somos, pero
todos ven lo que aparentamos”. Y cuando se mira como Jesús miraba, se busca de
verdad, arriesgando, exponiendo. A Él le costó la vida. Es el signo del amor
eucarístico que transforma. Porque para cambiar a una persona, hay que amarla.
Solamente influimos hasta donde llega nuestro amor. El perdón, aunque no cambia
el pasado, siempre agranda el futuro.
Tercero y último, el
amor verdadero o concluye en fiesta o no lo es. Por ello esta parábola parece
ser una versión aplicada de las bienaventuranzas. El amor, aunque no comience
con gozo, siempre desemboca en la verdadera alegría. “Bienaventurados los
misericordiosos...” La misericordia enamorada produce como fruto la alegría
bienaventurada. Se la reconoce por lo contagiosa que es. Hay que compartirla
con otros. Y es que un asunto no está acabado si no está bien acabado.
Juan Carlos Martos
Juan Carlos Martos
CLARETIANOS 2004