¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este martes 22 del Tiempo Ordinario, ciclo C.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (1Tes 5,1-6.9-11):
En lo referente al tiempo y a las circunstancias no
necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente que el día del Señor
llegará como un ladrón en la noche. Cuando estén diciendo: «Paz y seguridad»,
entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina, como los dolores de parto a
la que está encinta, y no podrán escapar.
Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os
sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no
lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás,
sino estemos vigilantes y despejados. Porque Dios no nos ha destinado al
castigo, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo; él
murió por nosotros para que, despiertos o dormidos, vivamos con él. Por eso,
animaos mutuamente y ayudaos unos a otros a crecer, como ya lo hacéis.
Salmo responsorial: 26
R/. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El
Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días
de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor,
sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
·
V<< Versículo antes del Evangelio (Lc 7,16):
Aleluya. Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 4,31-37):
En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.
Comentario
Hoy vemos cómo la actividad de enseñar fue para Jesús la
misión central de su vida pública. Pero la predicación de Jesús era muy
distinta a la de los otros maestros y esto hacía que la gente se extrañara y se
admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había estudiado (cf. Jn 7,15),
desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con autoridad» (Lc 4,32). Su
estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe el “Santo de Dios”.
Precisamente, aquella autoridad de su hablar era lo que daba fuerza a su
lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y concretas, sin silogismos ni definiciones;
palabras e imágenes que extraía de la misma naturaleza cuando no de la Sagrada
Escritura. No hay duda de que Jesús era buen observador, hombre cercano a las
situaciones humanas: al mismo tiempo que le vemos enseñando, también lo
contemplamos cerca de las gentes haciéndoles el bien (con curaciones de
enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.). Leía en el libro de la vida
de cada día experiencias que le servían después para enseñar. Aunque este
material era tan elemental y “rudimentario”, la palabra del Señor era siempre profunda,
inquietante, radicalmente nueva, definitiva.
La cosa más grande del hablar de Jesucristo era el compaginar la autoridad
divina con la más increíble sencillez humana. Autoridad y sencillez eran
posibles en Jesús gracias al conocimiento que tenía del Padre y su relación de
amorosa obediencia con Él (cf. Mt 11,25-27). Es esta relación con el Padre lo
que explica la armonía única entre la grandeza y la humildad. La autoridad de
su hablar no se ajustaba a los parámetros humanos; no había competencia, ni intereses
personales o afán de lucirse. Era una autoridad que se manifestaba tanto en la
sublimidad de la palabra o de la acción como en la humildad y sencillez. No
hubo en sus labios ni la alabanza personal, ni la altivez, ni gritos.
Mansedumbre, dulzura, comprensión, paz, serenidad, misericordia, verdad, luz,
justicia... fueron el aroma que rodeaba la autoridad de sus enseñanzas.
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