domingo, 19 de mayo de 2013

¡Ven Espíritu Santo y enciende en nuestros corazones el fuego de tu amor!

¡Amor y paz!

Con la fiesta de Pentecostés llega a su término la celebración de la Pascua. Como dice el comentario al final, hoy es un día de gozo, en el que podemos confirmarnos en la fe; es un día de oración confiada y tranquila y de petición insistente para que el Espíritu Santo no pase de largo sino que descienda a renovar la tierra y a cada cristiano que vive en ella.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este domingo en que celebramos la Solemnidad de Pentecostés.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Juan 14,15-16.23b-26.
Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y les dará otro Protector que permanecerá siempre con ustedes, Jesús le respondió: «Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará. Entonces vendremos a él para poner nuestra morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras; pero el mensaje que escuchan no es mío, sino del Padre que me ha enviado. Les he dicho todo esto mientras estaba con ustedes. En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho.
Comentario

"Ni siquiera hemos oído que exista el Espíritu Santo" (Hch/19/02).
Esta respuesta dicha con toda sencillez por un grupo de cristianos primitivos cuando se les preguntó si habían recibido el Espíritu Santo, me da la sensación de que podría ser, hoy, la respuesta de multitud de cristianos no tan primitivos.

Efectivamente. Después de veinte siglos se ha dicho, y creo que con razón, que el Espíritu Santo es el gran desconocido en la Iglesia. Algunos (traduciendo de oído el latín en aquellos gloriosos tiempos en los que el "populo bárbaro" no entendía nada de lo que se rezaba en la Iglesia) lo denominaban "Espíritu y Santo"... Y, sin embargo, el Espíritu Santo es el gran artífice de la gran obra de Cristo que no es otra que la Iglesia entendida como comunidad de los hombres que, a través de los tiempos, habrían de vivir al estilo de Cristo.

Las tres lecturas (de la Misa) de hoy son sumamente expresivas al respecto. En ellas se pone de manifiesto que el Espíritu Santo significa el paso de la obscuridad a la luz, del miedo al valor, del encierro al testimonio público, del aislamiento al principio de la comunidad viva y operante. El Espíritu Santo es la unidad en la diversidad, es el don de lenguas, la posibilidad de llegar a todos con un mensaje que cada uno entiende como dirigido exclusivamente para él "en su propio idioma"; el Espíritu Santo es la profundización en el mensaje de Jesús, el momento justo en el que los apóstoles y los discípulos que lo reciben empiezan a conocer de verdad a Jesús, a interpretar sus palabras, a penetrar en su íntimo modo de ser, a ver el mundo con los ojos de Cristo y a diseñar con toda nitidez lo que debe ser la vida de un cristiano.

Aquellos primeros hombres que recibieron el Espíritu Santo cambiaron radicalmente. Un impulso nuevo había vigorizado sus convicciones y había fortalecido sus decisiones. Desde ese momento ya nada podrá frenar su iniciativa cristiana, del mismo modo que nada ni nadie había podido frenar la de aquel Maestro con el que habían convivido sin conocerlo del todo y sin poder captar (lo cual no nos extraña) la grandeza de su mensaje.

El mundo comenzó a ver, primero despectivamente y luego asombrado, la existencia de unos hombres aparentemente insignificantes, que no tenían poder ni influencia, ni dinero, ni armas; unos hombres que se limitaban a creer en lo que decían y, sobre todo, a amar a todos los hombres y a predicar en el nombre de un Señor que había muerto para que todos tuvieran vida.

Aquellos hombres no callaron ante la persecución, ni ante el halago, ni ante el dolor ni ante el martirio. No eran muchos pero la fuerza de su "espíritu" o más bien de su Espíritu era irresistible, Y de la misma manera que habían superado las dificultades del momento, superaron el tiempo y el espacio.

Aquellas primeras comunidades cristianas, en las que el Espíritu Santo vivía palpablemente, fueron incontenibles.

Cierto que en el transcurso de la Historia y en muchas ocasiones la fuerza del Espíritu ha quedado ahogado por el Código, por la forma, por la institución. La comunidad cristiana ha vivido en la tierra y de su estilo ha adquirido mucho y a veces demasiado, tan demasiado que, en ocasiones, parece como si el Espíritu hubiera desaparecido y sólo existiera una sociedad que dice buscar unos fines y utiliza unos medios que nada tienen de adecuados para conseguir aquéllos.

Pero no es menos cierto que siempre, y aún en los momentos más dolorosos de la Historia de la Iglesia, el Espíritu ha aleteado, ha estado presente avivando la fe, despertando la esperanza, vigorizando el amor, llevando a cabo su hermosa obra. Aquí y allá han surgido hombres de talla gigantesca que se han dedicado a recordar, en todo lugar y momento, que el Reino de Dios es algo que está ya entre los hombres y se realiza diariamente cada vez que un cristiano se atreve a adentrarse por los caminos del Evangelio; cada vez que un cristiano se atreve a vivir considerando a los hombres como hermanos, y cada vez que un grupo de cristianos se reúne en nombre de Cristo para intentar que la actividad de Dios penetre en la humanidad y la transforme.

Nosotros que, por la misericordia de Dios sabemos que existe el Espíritu Santo, tenemos la absoluta obligación de intentar que no pase de largo en nuestra vida sino de instarle a que se detenga y nos envuelva en su ruido, y nos empuje a confesar a Dios ante los hombres de la única forma que los hombres admiten esta confesión: viviendo como Dios, nuestro Dios, quiere que vivamos. En una palabra, viviendo como Cristo lo hizo.

Hoy es un día de gozo, un día en que podemos confirmarnos en la fe, un día de oración confiada y tranquila, de petición insistente para que el Espíritu no pase de largo sino que descienda real y verdaderamente, "renovando la faz de la tierra", porque renueve la faz de cada cristiano que sobre la misma vive.

DABAR 1983, 30