¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer
y meditar el Evangelio y el comentario, en este XV Domingo del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 10,25-37.
Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?". Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?". Él le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo". "Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida". Pero el doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?". Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: 'Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver'. ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?". "El que tuvo compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".
Comentario
Hace varios años, en una
asamblea familiar en el barrio El Consuelo, leímos la parábola del buen
samaritano que nos presenta la liturgia este domingo. Después de escuchar el
texto bíblico, le pregunté a los presentes qué habían entendido. Una señora
bastante mayor tomó la palabra y recapituló el contenido de la parábola
diciendo: «Resulta que un hombre iba por un camino y fue asaltado por unos
ladrones que lo dejaron medio muerto. Poco tiempo después pasó por allí un
sacerdote y al ver al herido, dio un rodeo y siguió su camino. Luego pasó un jesuita e
hizo lo mismo. Luego pasó un samaritano y se compadeció del herido, lo curó y
lo ayudó». Todos los presentes quedamos impresionados con el excelente resumen
que nos había hecho la señora. Lo único que hubo que corregir fue que el
segundo personaje que dio un rodeo para esquivar al herido no había sido un jesuita sino
un levita. Pequeña diferencia, pero significativa, teniendo
en cuenta que yo estaba allí presente.
Cuando leemos esta
parábola, tenemos la tentación de pensar en los malos que
dieron un rodeo para no ayudar a este hombre. Su comportamiento nos parece el
colmo. Nos escandalizamos interiormente de esa falta de sensibilidad y
solidaridad. Lo que hizo el Espíritu Santo, a través de esta señora, fue proponerme
la pregunta por mi prójimo de una manera cruda y directa. La pregunta me quedó
clavada entre el corazón y las tripas. Eso mismo sintieron todos los presentes
esa noche. Dios nos estaba invitando a revivir la escena, no desde la barrera,
sino haciéndonos un personaje más, implicándonos vitalmente en la parábola.
Tuvimos que reconocer que más de una vez habíamos seguido de largo ante los
heridos que Dios había puesto en nuestro camino. Un pequeño lapsus que
no dejó de cuestionarnos hondamente.
Junto a esto, hay otro
elemento que me parece que suele perderse de vista con cierta facilidad al leer
esta parábola. Normalmente pensamos que fue el buen samaritano el que salvó al
herido. Sin embargo, aunque esto es parte de la verdad, no es sino la mitad de ella.
La verdad completa es que el herido también salvó al samaritano, pues fue él
quien hizo posible que este hombre, considerado despreciable por los judíos,
hubiera permitido brotar de su interior lo mejor de sí mismo, haciéndose
prójimo de su hermano maltratado y despojado por los bandidos. Podríamos decir
que el sacerdote y el levita no se dejaron salvar por el herido. Despreciaron
esta maravillosa oportunidad que Dios les daba para hacerse mejores seres
humanos, a la medida de Dios.
No olvidemos que toda esta historia la contó Jesús para explicarle a un
mañoso maestro de la ley, que venía a ponerlo a prueba para ver si sabía qué se
debía hacer para alcanzar la vida eterna. El hombre sabía muy bien lo que debía
hacer: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas y con toda tu mente, y ama a tu prójimo como a ti mismo”. Pero para
enredar al Señor, le preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?” Entonces vino la
historia.
Pidamos para que nosotros no nos vayamos a enredar con elucubraciones
sobre quién es nuestro prójimo y reconozcamos que muchas veces hemos hecho
rodeos para no encontrarnos con los prójimos malheridos que no sólo habríamos
podido salvar, sino que se habrían podido convertir en nuestra mayor fuente de
salvación.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
* Sacerdote jesuita,
Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad
Javeriana – Bogotá