domingo, 10 de octubre de 2010

El buen cristiano agradece a Dios y a sus hermanos

¡Amor y paz!

Hoy, el Señor destaca en su Evangelio la actitud agradecida de un extranjero ante la acción misericordiosa de Dios. Es uno de diez leprosos que ha sido curado por Jesús, luego de que le imploran su compasión.

Cuán importante es que reconozcamos los innumerables dones y gracias que nos ha dado el Señor a lo largo de nuestra vida. Recordemos, entre tantos, la vida, la fe, la familia, el trabajo, la salud, el techo, el pan, el estudio, el amor y la paz.

Y en ese agradecimiento a Dios, incluyamos a tantos y tantos que contribuyen a que nos beneficiemos de esos dones: desde el agricultor que siembra y cosecha el alimento, los trabajadores del transporte y el comercio, nuestros empleadores y compañeros, en fin, la lista es muy grande…

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, hoy Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 17,11-19.

Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!". Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: "¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?". Y agregó: "Levántate y vete, tu fe te ha salvado".

Comentario

Una de las causas más viejas de las quejas del hombre es el desagradecimento; pocas cosas saben tan mal a una persona como topar con un desagradecido. Se quejan los padres de lo desagradecidos que son los hijos, los jefes de lo poco que sus súbditos saben reconocer sus desvelos en orden a una mejora del cualquier tipo, y así podríamos revistar un largo número de ejemplos. Ya lo dice el refrán: "cría cuervos y te sacarán los ojos". Pero, si bien miramos, reconocemos que no pocas veces tienen razón quienes nos acusan de desagradecidos. ¿Quién se cree limpio de pecado? Si bien entre los hombres todos somos deudores de todos y, en muchas ocasiones, exigimos que se nos agradezca aquello que no era sino cumplimiento de nuestro deber (y, por tanto, no necesariamente meritorio de agradecimiento) con lo que nuestra queja ante el desagradecido pierde mucho de su fuerza, hay una queja contra el desagradecido que puede resultar patética: la queja de Dios ante el hombre que es desagradecido con El.

La queja de Dios ante el desagradecido es mucho más que un mero llanto, mucho más que una expresión de un cariño no correspondido. La queja de Dios puede ser -es- la condenación del hombre.

¿Quién es el desagradecido? Según el relato del evangelio, de los diez leprosos sólo uno vuelve a dar gracias a Dios; nueve son los desagradecidos. Y ¿quiénes son esos nueve restantes? Siguiendo el relato comprobamos que esos nueve eran judíos; y, como tales, se consideraban -porque lo eran- los elegidos de Dios. Ese mismo error se comete hoy en muchas ocasiones: creerse elegido no por gracia de Dios, sino por méritos propios; y al creernos elegidos de Dios por méritos propios empezamos a creernos alguien importante, de allí pasamos a pensar que, dada nuestra valía no necesitamos a Dios; se rechaza a Dios -a quien, por supuesto, se considera que no hay nada que agradecerle, pues todo son méritos propios -en la construcción del mundo, se opta por un mundo sin Dios, se mata existencialmente -por muy cristianos que nos creamos- a Dios.

Rechazado Dios, el hombre, necesitado de una salvación, opta por salvarse a sí mismo, se cierra en sí mismo, en su egoísmo, y crea en su entorno un mundo frío y estéril, un mundo sin amor, un mundo condenado. Ha sido el hombre, con su desagradecimiento, quien se ha condenado a sí mismo; por eso el grito de Dios ante el desagradecimiento del hombre es patético: porque habla de muerte.

Frente a este personaje que, cegado por el egoísmo, no puede ser agradecido, creando en sí y en su entorno un mundo falso, sin Dios, sin amor y sin salvación, nos aparece también en el relato evangélico la figura del agradecido.

¿Quién es el agradecido? Vemos que es uno solo, extranjero, samaritano -lo que equivaldría decir que era un excluido, no un elegido-, un rechazado por los judíos. No era el samaritano el pueblo elegido, sino el judío; sin embargo, es el samaritano el que conoce y reconoce su verdad. Impuro como los otros nueve, sólo el samaritano es capaz de reconocer la salvación que se realiza en su curación. Más que curarle -la lepra, la impureza, era algo mucho más grave que una simple enfermedad: era algo que condenaba de por vida a quien la padecía al ostracismo-, Jesús salva al samaritano. Y el samaritano sabe ser agradecido.

Pero no pensemos que el agradecimiento del samaritano es de estilo ramplón, ñoño, de un romanticismo desfasado. El agradecimiento del samaritano tiene, como base fundamental, el reconocimiento de su situación real: un pobre hombre, de la clase de los marginados, de los no-elegidos, que por el amor de Dios ha sido salvado; y, como una respuesta posible por parte del hombre, el agradecimiento; un agradecimiento que es cambio de vida (se volvió), y un cambio que hará del hombre salvado un testigo de Dios (alabando a Dios a voces), que se reconoce esclavo de un único Señor (se echó por tierra a los pies de Jesús), pero un esclavo que sabe que su Señor no es un tirano, sino un Salvador (dándole gracias); el agradecimiento ha sido, en definitiva, lo que ha salvado al hombre de un mundo egoísta, cerrado sobre sí, sin perspectivas de futuro. Un agradecimiento activo, lleno de vida, construido más con actos que con palabras, aun sin faltar éstas. Un agradecimiento que es algo más que una respuesta concreta en un momento determinado a una acción de Dios; es, más bien, una actitud de vida, un reconocimiento del señorío de Cristo sobre todo y todos.

De nada ha servido la curación momentánea de los nueve judíos que, una vez sanos, rompen sus relaciones con Jesús; a éstos no les va a servir de nada el ser del pueblo elegido. De los diez sólo uno volvió para dar gracias a Dios: un extranjero; su agradecimiento, la valoración, por encima de todo y todos, de Jesús, su único Salvador, su fe, en definitiva, ha salvado a este hombre. Un hombre que tuvo el valor de ver las cosas en toda su verdad, aunque esta verdad fuese su propia miseria y que, por su verdad, pudo ser agradecido.

DABAR 1977/57

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