¡Amor y paz!
Hoy hacemos un alto en la lectura continua del Evangelio de Lucas y leeremos un aparte del Evangelio de Juan, porque celebramos la fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, que es la Catedral del Papa, como obispo de Roma.
Se trata de una fiesta que mucha gente no comprende fácilmente. Es un recuerdo que hoy no nos dice mucho, puesto que el Papa se asocia a la basílica de San Pedro (de la cual tenemos una soberbia foto en la parte inferior de este blog). Pero San Juan de Letrán es el primer gran templo en la capital del imperio después de la persecución, la primera presencia pública de la iglesia en el corazón de Roma.
De tal manera, esta celebración da pie para, de una parte, reflexionar acerca del hecho de que los templos sean lugares por antonomasia de la presencia de Dios y, de otra, para trascender estos edificios de piedra y ver a Jesús y vernos a nosotros mismos como verdaderos templos. Esto último implicará que debemos respetar nuestro cuerpo, en una época en que los subvaloramos tanto.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Juan 2,13-22.
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio". Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá. Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?". Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar". Los judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?". Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
Comentario
Mis padres, educadores de mi fe, me enseñaron muy pronto el camino del templo. Recién nacido, allá me llevaron para convertirme en «piedra viva» junto a la «piedra angular --Cristo Jesús-- sobre la cual se eleva toda la edificación del Templo Santo del Señor». Desde ese momento, siempre he sabido que, al ir al templo, iba a la «casa de Dios», al lugar del encuentro entre Dios y los hombres. Desde ese momento, aprendí gestos y modales: santiguarme, hacer la genuflexión, hablar quedo, rezar... Reconozco que siempre me ha atraído esa compostura exterior, que me flota espontáneamente al entrar en el templo, y que se ha convertido en un hábito adquirido.
Sí. Me gusta el templo. Me gustan todos los templos. Las catacumbas, que fueron templos subterráneos en los que Dios se hizo presente entre el fervor y el peligro. Las basílicas, nacidas con la libertad religiosa, después de las persecuciones. Las sucesivas manifestaciones del arte --el bizantino, el románico, el gótico, el barroco, el funcional-- encarnándose en la piedra y sembrando el mundo de «casas de Dios». Me gustan las ermitas y las bajeras de las barriadas pobres, convertidas en templo. En una palabra, aunque dijera Isaías que «el cielo es el trono de Dios y la tierra el escabel de sus pies», me gusta que los hombres hayamos sentido la necesidad de buscar a ese mismo Dios en lugares concretos, hechos a nuestra imagen y semejanza.
El mismo Jesús, hijo de un pueblo que veneraba el Templo, lo visitaba con frecuencia. Y así, me conmueve que, recién nacido, igual que a mí, sus padres «lo presentaran» en el templo. Me conmueve verle subir cada año a la «casa de oración», siguiendo la tradición judía. Me conmueve que, a los doce años, se quedara en él «porque debía ocuparse en las cosas de su Padre». Y me conmueve que un día lo desalojara, porque los traficantes lo estaban convirtiendo en «una cueva de ladrones».
Pero quiero añadir enseguida que aún defendió, con más ardor, otro templo. Un día, hablando con la samaritana, aludió enigmáticamente a él: «Los verdaderos adoradores adorarán a Dios en espíritu y en verdad». En otra ocasión, aún más enigmáticamente, dijo: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré». ¿A qué templo se refería? San Juan nos aclaró el enigma: «Se refería al templo de su propio cuerpo».
Cuando Pablo irrumpió en el apostolado, explicó de mil maneras esta bella y misteriosa alegoría cristiana: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu mora en vosotros?» Sí, amigos. El cristiano es un «templo de Dios», un «teóforo», un portador de Dios. Lo mismo que el pueblo de Dios peregrinante llevaba el arca de la alianza, el cristiano transporta por la vida su «propio tabernáculo». Hasta que entre, igual que Jesús, «en un tabernáculo mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombres», según reza la carta a los Hebreos.
Os digo estas cosas, porque tal día como hoy --9 de noviembre del 324-- los cristianos, después de las persecuciones, dedicaron a «El Salvador» la basílica de Letrán. La edificaron sobre el monte Celio. Es como la catedral del Papa. En ella residieron los sucesores de Pedro durante siglos y en ella tomaban posesión de su cargo. Se la considera la madre y cabeza de las iglesias del mundo.
En esta época, en que la Humanidad abarrota otros templos --cines, estadios, discotecas...-- bueno será recordar la belleza del salmo: «Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido: tus altares, Señor de los ejércitos».
ELVIRA-1.Págs. 110 s.