jueves, 16 de octubre de 2014

No podemos llevar en una mano el rosario y en la otra un arma

¡Amor y paz!

Los profetas antes de Cristo; Cristo mismo y los nuevos profetas y testigos de Dios son frecuentemente perseguidos, calumniados, despreciados, asesinados. Sólo al paso del tiempo se les reconoce su santidad, que sí venían de Dios. Y entonces se les reconoce como Santos, se leen con avidez sus escritos, se adornan sus tumbas, se levantan templos en su honor y se les nombre patronos y ejemplo para una comunidad cuyos padres fueron los asesinos de esos enviados de Dios.

No es fácil decidirse a convertirse en testigos del amor de Dios en el mundo, un mundo que vive muchas veces al margen de la verdad y del bien, y que se siente afectado en sus intereses pecaminosos, que no quiere dejar, y que se hace contestatario ante los enviados de Dios, persiguiéndolos hasta la muerte, para evitar que se despierte el grito de su conciencia que le reclame su falta de amor y de un auténtico compromiso de fe.

Así, ni ellos aceptan la salvación que Dios nos ofrece, ni dejan que otros la acepten, y más bien los unen a su causa de rechazo, de persecución y de muerte de los Testigos del Reino. Sin embargo, a pesar de todo esto, el Señor nos dice: ¡Ánimo!, no tengan miedo, yo he vencido al mundo.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el evangelio y el comentario, en este jueves de la 28ª semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Lucas 11,47-54. 
Dijo el Señor: ¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado! Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros. Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos. Así se pedirá cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto. ¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.» Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación. 
Comentario

El Hijo de Dios, hecho uno de nosotros, ha venido, no a cerrarnos sino a abrirnos la puerta que nos conduce a la plena unión con Dios. Él es esa puerta, pues no hay otro nombre, ni en el cielo ni en la tierra, en el cual podamos salvarnos. Unidos a Cristo mediante la fe y el amor seremos siempre los hijos amados del Padre Dios, en quienes Él se complazca. Unidos a Cristo tenemos asegurada la herencia que a Él le corresponde como a Hijo unigénito del Padre. 
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Y nuestra unión a Cristo se inicia desde el día en que, vueltos del pecado, culminamos nuestra primera conversión mediante el Bautismo. Pero sabiéndonos pecadores e inclinados al mal, viviendo en una continua conversión, volvemos a la paz con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos mediante el Sacramento de la Reconciliación.

Así podremos sentarnos a la Mesa Eucarística, a participar del Pan de Vida, mediante el cual se fortalece nuestra comunión de Vida con el Señor, que nos enviará al mundo como santos e irreprochables por el amor, para que demos testimonio de una vida de fe vivida sin hipocresías, sin persecuciones, sin muerte, sino comunicando Vida, la Vida que nos viene de Dios. Por eso la Eucaristía nos compromete profundamente a ser un signo creíble del amor salvador de Dios en el mundo. Vivamos, pues, con lealtad, la fe que hemos depositado en Cristo Jesús.

Dios ha constituido a su Iglesia como signo de unidad en el mundo; unidad que debe culminar en nuestra unión en Cristo Jesús, en el que desaparezca todo signo de odio o de división entre nosotros. Dios nos quiere fraternalmente unidos; Él quiere que nuestra fe se proyecte más allá de las paredes de los templos, o de la intimidad del corazón. No podemos llevar una vida doble, no podemos llevar en una mano el rosario y en la otra las armas para acabar con nuestro prójimo.

Si realmente le pertenecemos a Dios seamos los primeros en ser los constructores de la unidad y de la paz; seamos los primeros en ser solidarios con nuestros hermanos que sufren a causa de la violencia, de la injusticia o de la pobreza. De nada nos servirían nuestros rezos si continuamos con el corazón cargado de maldad, de egoísmo, de injusticias y de persecuciones. No podremos llamar sinceramente Padre a Dios mientras nos mordamos mutuamente. Tratemos de que con nuestras actitudes jamás les cerremos las puertas de la eternidad junto a Dios a los demás, por llevar una vida incongruente con el Evangelio que anunciamos, siendo así ocasión de escándalo, de burla o de desprecio del Santo Nombre de Dios para ellos.


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