¡Amor
y paz!
El
mejor "enviado" y profeta es Cristo mismo. Pero desde Amós en el AT,
los doce en el NT, y Pablo (un magnífico ejemplo de apóstol y enviado, que hoy leemos
en su anuncio gozoso de la carta a los Efesios, una visión optimista de la
historia), hasta nosotros, la iniciativa de Dios, enviando profetas, sigue en
plena actualidad.
Los
apóstoles de Cristo tienen un estilo propio. El evangelio de hoy, sin llegar a
ser un "manual de apóstoles", nos pone unos interrogantes, y nos dice
qué estilo de apostolado quería Cristo que tuvieran sus enviados. O sea,
nosotros, cada uno en su tarea cristiana de testigos en el mundo de hoy.
Los
invito, hermanos, a leer y meditar la 1ª. y 2ª. lecturas, el Evangelio de la Misa y el comentario, en
este Domingo XV del Tiempo Ordinario.
Dios
los bendiga…
Libro
de Amós 7,12-15.
Después, Amasías dijo a Amós: "Vete de aquí, vidente, refúgiate en el país de Judá, gánate allí la vida y profetiza allí. Pero no vuelvas a profetizar en Betel, porque este es un santuario del rey, un templo del reino". Amós respondió a Amasías: "Yo no soy profeta, ni hijo de profetas, sino pastor y cultivador de sicómoros; pero el Señor me sacó de detrás del rebaño y me dijo: 'Ve a profetizar a mi pueblo Israel'.
Carta
de San Pablo a los Efesios 1,3-14.
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido. En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramó sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y entendimiento. El nos hizo conocer el misterio de su voluntad, conforme al designio misericordioso que estableció de antemano en Cristo, para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo. En él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano -según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad- a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria. En él, ustedes, los que escucharon la Palabra de al verdad, la Buena Noticia de la salvación, y creyeron en ella, también han sido marcados con un sello por el Espíritu Santo prometido. Ese Espíritu es el anticipo de nuestra herencia y prepara la redención del pueblo que Dios adquirió para sí, para alabanza de su gloria.
Evangelio
según San Marcos 6,7-13.
Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas. Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir. Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos". Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Comentario
¿Somos
cristianos? Nos reconocemos cristianos, pero es muy posible que no
siempre seamos muy conscientes de lo que somos, es decir, de cómo tenemos
que ser, de qué tenemos que hacer. Hay una cierta crisis de identidad
cristiana, pareja de la crisis de identidad humana que surge en una
civilización inhumana y casi antihumana.
Del
mismo modo que los derechos humanos se quedan en unos buenos deseos que
no acaban de calar en el corazón de los hombres que los recitan, así
tampoco ha calado en el corazón del cristiano el evangelio. Los
cristianos no somos precisamente luz y sal en un mundo deshumanizado,
además de descristianizado.
Ser cristiano es una vocación. Muchos recordaréis aquellas inefables sentencias del viejo catecismo: somos cristianos por la gracia de
Dios. Y así es. Ser cristiano es responder sí a la llamada de Dios.
Pablo
les recordaba esta verdad entrañable a los cristianos de Éfeso. Antes de
que fuese creado el mundo, ya Dios nos había llamado, nos había elegido.
En el correr de los tiempos, en Jesús y por Jesús Dios ha derrochado su
gracia para que pudiésemos conocer el misterio de su voluntad. Nos ha
manifestado y nos ha asociado a su plan de recapitular todas las cosas, las
del cielo y las de la tierra, en Cristo. Con Cristo se ha abierto el
último capítulo de la historia de la humanidad, el principio de la nueva
tierra en que habita la justicia, el germen de la familia de los hijos de
Dios, la fraternidad universal. Pues en la persona de su Hijo ha querido
que todos los hombres seamos sus hijos.
Ser cristiano es una tarea, una misión. Cristo es el
punto y aparte en la historia. Y es, además, el punto final. Es alfa y omega,
el principio de la misión y su recapitulación final. En medio está el
cristianismo, estamos los cristianos y nuestra misión como continuación
de la de Cristo: el reino de Dios. Para esa tarea, Jesús eligió primero,
formó luego y envió después a sus discípulos, a los cristianos. La misión
del cristiano es, en consecuencia, anunciar el reino de Dios y echar del mundo
y de los hombres a los demonios. Mal podemos cumplir la misión de
anunciar el reino del poder, del dinero, del bienestar, del placer. Y no
podemos exorcizar al mundo y a los hombres, si nosotros mismos vivimos
encantados de la vida, poseídos de los demonios del egoísmo, de la
injusticia, de la insolidaridad, del pecado.
Para
esa misión no hacen falta alforjas. Jesús envió a sus discípulos de dos en
dos. Pero les recomendó que fueran a cuerpo limpio, sin provisiones. Dios
proveerá. La palabra de Dios es eficaz por ser de Dios. Los discípulos de
Jesús no podemos confundir el evangelio con una campaña publicitaria.
Predicar no es vender nada, no es abrir mercado, ni es forzar a nadie al
consumo indiscriminado. Tampoco es un modus vivendi para obtener
beneficios. Bien lo reconoció el profeta Amós frente a la insolencia del sacerdote
Amasías. El profeta, que vivía y se ganaba la vida cuidando rebaños y
cultivando higos, no predicaba por gusto ni por conveniencia, sino para
obedecer a Dios, para seguir su vocación. Bien es verdad que Jesús les
permitió utilizar un bastón, pero sólo para sostener la marcha y no
desfallecer, en modo alguno para dominar y someter por la fuerza, para
inculturizar o hacer proselitismo con engaños o amenazas.
Ad majorem Dei gloriam. (A la mayor gloria de Dios). Muchas veces hemos vuelto la espalda a las
palabras de Jesús, al evangelio. Muchas veces, demasiadas incluso, con
ayuda de leguleyos y moralistas, nos las hemos apañado para llenar las
alforjas y anunciar el reino de Dios. La estrategia humana, que no
evangélica, ha pretendido seleccionar talentos, coleccionar influencias,
atesorar recomendaciones, amontonar recursos "ad majorem Dei
gloriam". Pero hay que reconocer que tales estrategias han sido
contestadas y que tales elucubraciones para cohonestar contradicciones no
han sido perjudiciales. Las riquezas de la Iglesia, reales o fantasiosas,
han mermado el anuncio del evangelio. El lujo y el confort de los
cristianos descafeína nuestro testimonio y desprestigia nuestra palabra.
¿Cómo se puede anunciar la buena noticia a los pobres desde la riqueza,
el lujo, el confort?
La gloria de Dios no está en ediciones de lujo de
la Biblia, ni en las catedrales góticas o en la cúpula de San Pedro. No
se trata de querer corregir la historia y de repasar el pasado. Que así
no hacemos sino huir del presente. Y en este sentido, el Papa ha dicho
palabras claras y urgentes para los cristianos. La consigna de la
encíclica de Juan Pablo II es solidaridad y, en consecuencia, desprendimiento
en favor de los pobres, de los países del tercer mundo y de los del
cuarto. Ese desprendimiento es urgente para todos, pero especialmente
para los cristianos, los eclesiásticos, las instituciones de la Iglesia.
Hay que desprenderse de lo superfluo. Y hay que prescindir incluso de lo
necesario. Porque está en juego la vida y la dignidad de millones de
hombres, que son la gloria de Dios, como están en juego la dignidad y la
solidaridad y la justicia de los que nos llamamos cristianos, que también son
gloria de Dios. Porque la gloria de Dios resulta de la realización de su
plan de salvación de todos. La gloria de Dios está en que empecemos a ser
todos los hombres, sin diferencias ni desigualdades, la familia de los
hijos de Dios.
EUCARISTÍA 1988, 33