¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este martes 5 de Pascua, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Hch
14,19-28): En aquellos días, llegaron unos judíos de Antioquía y de
Iconio y se ganaron a la gente; apedrearon a Pablo y lo arrastraron fuera de la
ciudad, dejándolo ya por muerto. Entonces lo rodearon los discípulos; él se
levantó y volvió a la ciudad.
Al día siguiente, salió con Bernabé para Derbe. Después de predicar el
Evangelio en aquella ciudad y de ganar bastantes discípulos, volvieron a
Listra, a Iconio y a Antioquia, animando a los discípulos y exhortándolos a
perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar muchas tribulaciones para
entrar en el reino de Dios.
En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al
Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Y
después de predicar la Palabra en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron
para Antioquia, de donde los habían encomendado a la gracia de Dios para la
misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron
lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles
la puerta de la fe. Se quedaron allí bastante tiempo con los discípulos.
Salmo responsorial: 144
R/. Que tus fieles, Señor, proclamen la gloria de tu reinado.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te
bendigan tus fieles. Que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus
hazañas.
Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu
reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad.
Pronuncie mi boca la alabanza del Señor, todo viviente bendiga su santo nombre
por siempre jamás.
Versículo antes del Evangelio (Lc 24,26):
Aleluya. Convenía que Cristo padeciese y resucitara de entre los muertos; y que así entrase en su gloria. Aleluya.
Texto del Evangelio (Jn 14,27-31a):
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a vosotros’. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado».
Comentario
Hoy, Jesús nos habla indirectamente de la cruz: nos
dejará la paz, pero al precio de su dolorosa salida de este mundo. Hoy leemos
sus palabras dichas antes del sacrificio de la Cruz y que fueron escritas
después de su Resurrección. En la Cruz, con su muerte venció a la muerte y al
miedo. No nos da la paz «como la da el mundo» (cf. Jn 14,27), sino que lo hace
pasando por el dolor y la humillación: así demostró su amor misericordioso al
ser humano.
En la vida de los hombres es inevitable el sufrimiento, a partir del día en que
el pecado entró en el mundo. Unas veces es dolor físico; otras, moral; en otras
ocasiones se trata de un dolor espiritual..., y a todos nos llega la muerte.
Pero Dios, en su infinito amor, nos ha dado el remedio para tener paz en medio
del dolor: Él ha aceptado “marcharse” de este mundo con una “salida” sufriente
y envuelta de serenidad.
¿Por qué lo hizo así? Porque, de este modo, el dolor humano —unido al de
Cristo— se convierte en un sacrificio que salva del pecado. «En la Cruz de Cristo
(...), el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido» (San Juan Pablo II).
Jesucristo sufre con serenidad porque complace al Padre celestial con un acto
de costosa obediencia, mediante el cual se ofrece voluntariamente por nuestra
salvación.
Un autor desconocido del siglo II pone en boca de Cristo las siguientes
palabras: «Mira los salivazos de mi rostro, que recibí por ti, para restituirte
el primitivo aliento de vida que inspiré en tu rostro. Mira las bofetadas de
mis mejillas, que soporté para reformar a imagen mía tu aspecto deteriorado.
Mira los azotes de mi espalda, que recibí para quitarte de la espalda el peso
de tus pecados. Mira mis manos, fuertemente sujetas con clavos en el árbol de
la cruz, por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos
hacia el árbol prohibido».
Rev. D. Enric CASES i Martín (Barcelona, España)
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