¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en
este Decimonoveno
Domingo del tiempo ordinario.
Dios
nos bendice...
Evangelio según San
Mateo 14,22-33.
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud.
Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo.
La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra.
A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar.
Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar.
Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman".
Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua".
"Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él.
Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame".
En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?".
En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó.
Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios".
Comentario
Es frecuente que sólo nos
acordemos de Dios en tiempos de crisis y dificultad. Cuando navegamos por aguas
tranquilas y nuestra vida transcurre sin particulares sobresaltos, podemos ir
perdiendo la referencia fundamental al Señor. Podríamos decir, utilizando el
lenguaje de san Ignacio de Loyola para referirse a los estados del alma, que en
tiempos de desolación buscamos con más insistencia a Dios; y que en tiempos de
consolación nos olvidamos de él, como la fuente de toda gracia.
Juan Casiano (ca.
360-435), uno de los padres de la Iglesia, cuyos escritos marcaron
definitivamente el monaquismo de Occidente, nos presenta, en una de sus obras,
algunas causas por las cuales las personas vivimos momentos de desolación. En
primer lugar, dice Casiano, "de nuestro descuido procede, cuando andando
nosotros indiferentes, tibios y empleados en pensamientos inútiles y vanos, nos
dejamos llevar de la pereza, y con esto somos ocasión de que la tierra de
nuestro corazón produzca abrojos y espinas, y creciendo éstas, claro está que
habemos de hallarnos estériles, indevotos, sin oración y sin frutos
espirituales" (Conlationes IV,3).
La segunda causa por la
cual Dios permite que tengamos estas experiencias de abandono, según Casiano,
es “para que desamparados un poco de la mano del Señor (...) comprendamos que
aquello fue don de Dios, y que la quietud, que puestos en esta tribulación le
pedimos, únicamente la podemos esperar de su divina gracia, por cuyo medio
habíamos alcanzado aquel primer estado de paz, de que ahora nos sentimos
privados” (Conlationes IV,4).
Ignacio de Loyola, en el
siglo XVI, explicará esto mismo diciendo que Dios permite que vivamos momentos
de desolación “por darnos vera noticia y conocimiento para que internamente
sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso,
lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, más que todo es don y gracia de
Dios nuestro Señor; y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro
entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a nosotros la
devoción o las otras partes de la espiritual consolación” (EE, 322).
Pedro, junto con los demás
discípulos, vive un momento de crisis profunda, cuando en medio de la noche, y
sintiendo que “las olas azotaban la barca, porque tenían el viento en contra”,
ve a Jesús caminando sobre las aguas; dice san Mateo que los discípulos “se
asustaron, y gritaron llenos de miedo: – ¡Es un fantasma!”. La respuesta de
Jesús los tranquilizó: “– ¡Tengan valor, soy yo, no tengan miedo!”
Pedro, entonces, con la
seguridad que le daban estas palabras, dice: “– Señor, si eres tú, ordena que
yo vaya hasta ti sobre el agua”. A lo que Jesús, ni corto ni perezoso, le
respondió: “– Ven”. Entonces, “Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre
el agua en dirección a Jesús. Pero al notar la fuerza del viento, tuvo miedo; y
como comenzaba a hundirse, gritó: – ¡Sálvame, Señor! Al momento, Jesús lo tomó
de la mano y le dijo: – ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”
Como Pedro, cuando
caminamos sobre aguas tranquilas guiados y conducidos por el Señor, tenemos la
tentación de sentirnos dueños de lo que hacemos y nos olvidamos de aquel que
hace posible nuestra existencia. De manera que, “para que en cosa ajena no
pongamos nido”, es precisamente en las crisis y en los momentos de turbulencia,
cuando reconocemos la verdadera fuente de nuestra seguridad y, como los
discípulos, después de la tormenta, nos postramos en tierra para decirle al
Señor: “–¡En verdad tú eres el Hijo de Dios!”
Hermann Rodríguez Osorio,
S.J.
Sacerdote jesuita,
Profesor Asociado de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad
Javeriana – Bogotá