¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este martes de la 2ª semana del Tiempo Ordinario.
Dios nos bendice…
Evangelio según San
Marcos 2,23-28.
Un sábado en que Jesús atravesaba unos sembrados, sus discípulos comenzaron a arrancar espigas al pasar. Entonces los fariseos le dijeron: "¡Mira! ¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?". Él les respondió: "¿Ustedes no han leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus compañeros se vieron obligados por el hambre, cómo entró en la Casa de Dios, en el tiempo del Sumo Sacerdote Abiatar, y comió y dio a sus compañeros los panes de la ofrenda, que sólo pueden comer los sacerdotes?". Y agregó: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. De manera que el Hijo del hombre es dueño también del sábado".
Comentario
En el relato litúrgico de la creación se nos dice
que después de haber creado Dios el universo en seis días, descansó el séptimo.
El precepto del día de descanso (Para los Judíos el Sábado; para los Cristianos
el Domingo; para los Musulmanes el Viernes, aun cuando ellos pueden trabajar,
pero descansan para dar culto a Dios) nos quiere hacer señores de la creación;
mediante seis días de trabajo, y un día de descanso, nos asemejamos a Dios. Y
aun cuando las leyes vinieron a normar demasiado detalladamente ese día, que
debería consagrarse al Señor, olvidaron lo que es el derecho que toda persona
tiene a descansar, a convivir con su familia, a olvidarse un poco de la carga
del trabajo.
Sabiendo que hay personas que viven en extrema pobreza, quien es
dueño del día del descanso debe saber que hay necesidades fundamentales, cuya
solución no puede aplazarse bajo el pretexto de que en el día del Señor tiene
uno casi que quedarse inmóvil. Sin embargo, ante estas situaciones de pobreza,
quienes ofrecen fuentes de trabajo no pueden aprovechar las necesidades de los
más desprotegidos para dedicarse a explotarlos con salarios de hambre o
comprándolos por un par de sandalias.
Quienes creemos en Cristo debemos saber dar culto a
Dios manifestándole así nuestro amor, pero no podemos dejar de amar a nuestro
prójimo ayudándole a remediar sus necesidades sabiendo que, si no lo hacemos,
nuestro culto y nuestro amor hacia Dios serían inútiles e hipócritas.
El Señor nos reúne en la Eucaristía a quienes Él ha consagrado como hijos suyos. Él no se fija en nuestra condición social o cultural; Él simplemente nos ama porque es nuestro Padre, y nosotros somos sus hijos. Él quiere que nos reunamos en torno suyo sin distinciones humanas e inútiles, pues para Él todos tenemos el mismo valor, el valor de la sangre de su Hijo, derramada para el perdón de nuestros pecados y para que, unidos a Él, tengamos vida eterna.
Habiendo fortalecido nuestros lazos de Comunión con Dios y con los hermanos, en la Eucaristía, no podemos quedarnos en una religión sólo de verdades aprendidas en la cabeza y proclamadas, tal vez enseñadas con maestría, a los demás. La fe no es sólo para confesarse con los labios; hay que confesarla con la obras. Y esas obras deben brotar del amor hacia Dios y del amor hacia el prójimo.
Si no tenemos una esperanza real de que es posible
un mundo más justo, más fraterno, más lleno de paz y de alegría, podemos tal
vez pasarnos largas horas en oración; podemos ser muy fieles cumplidores del
precepto dominical; pero seremos muy malos cristianos, pues en la vida
ordinaria viviremos a la deriva, sin ilusiones, sin una capacidad de llevar
adelante el proyecto de Dios sobre la humanidad, pues lo habremos ignorado y
sólo nos preocuparán las cosas de la tierra de un modo egoísta.
Si en verdad creemos en Cristo, además de acudir
para darle culto por medio de los actos litúrgicos, debemos permitirle al
Espíritu Santo que nos llene para que podamos trabajar en la familia, y en los
diversos ambientes sociales, dándole un nuevo rumbo a la historia; sólo
entonces valdrá la pena creer en Dios, darle culto y hacer nuestro su Mensaje
de Salvación para proclamarlo a los demás desde nuestra propia experiencia de
Dios.