domingo, 5 de junio de 2011

“Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”

¡Amor y paz!

La Resurrección, la Ascensión y Pentecostés son aspectos diversos del misterio pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la liturgia es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de pasar Cristo de este mundo al Padre. La Resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la Ascensión su retorno al Padre y la toma de posesión del Reino y Pentecostés, su nueva forma de presencia en la historia.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este domingo en que se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Mateo 28,16-20.
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo". 
Comentario

Durante seis semanas, cuarenta días, venimos reflexionando sobre el misterio de nuestra fe, la razón de nuestra esperanza, que es la resurrección de Jesús. Porque si Cristo no ha resucitadlo, dice san Pablo, vana es nuestra fe y nosotros no somos más que unos pobres ilusos. Pero Cristo ha resucitado. Hay testigos. En estas últimas semanas, desde Pascua, hemos escuchado el testimonio de Pedro y Juan, el de María Magdalena, el de los discípulos de Emaús, el de Tomás, el de los once. Y el testimonio de los apóstoles nos merece crédito. Por eso nuestra fe es apostólica. Y ahora nos toca a nosotros ser testigos y acreditar ante el mundo este acontecimiento revolucionario de la Resurrección. Porque si la vida sigue más allá de la muerte y a pesar de la muerte, ni la muerte es lo que parece y tenemos ni esta vida es la vida. Al menos no es todo en la vida, pues hay más vida que esta que vivimos de momento. Y esta fe, este convencimiento, es suficientemente subversivo como para cambiar radicalmente nuestras vidas, si creemos, y la vida del mundo, si somos capaces de contagiar nuestra esperanza y nuestro modo de vida en la caridad.

-La Ascensión de Jesús.

Tiene esta doble consideración. De una parte, confirmar nuestra fe en la resurrección de Jesús, que vive y sube al cielo y se sienta junto al Padre. Así es como podemos expresar lo inexplicable. Lo que aún no sabemos, pero creemos y esperamos. De otra parte, convencernos de que esta es nuestra hora, la de nuestra responsabilidad. Jesús sube al cielo, para que nosotros estemos en la tierra. Se va al Padre, para que nosotros estemos con los hermanos. Termina, para que nosotros empecemos y continuemos su obra. Mejor dicho, hace como el que se va, para que no nos confiemos, para que no permanezcamos pasivos, pensando que él lo va a hacer todo. Se va y se queda para infundirnos su espíritu y enrolarnos en su causa.

-¿Qué hacéis mirando al cielo?

No es hora de andar con contemplaciones. Es la hora de salir a la plaza pública, de recorrer los caminos y las ciudades para dar a todos la Gran Noticia. La oración y la contemplación, indispensables en la vida cristiana, sólo tienen sentido como alimento de la fe, para que nuestras obras sean las obras de la fe, y no la de los intereses o conveniencias. En todo caso, la oración y la liturgia son el sostén de la esperanza, para que no nos cansemos en la empresa. Son como el Tabor, cuyo sentido apunta a la cruz, al servicio, al amor y a la solidaridad.

-Id y haced discípulos.

Pero la gran tarea que surge con la Ascensión del Señor, es la de ir al mundo y hacer discípulos. Ese es el encargo que recoge Mateo. Y es también el que transmite Lucas, que empieza los Hechos describiendo la ascensión, para centrarse enteramente en la predicación de Pedro y Pablo y los apóstoles. El mundo es nuestra responsabilidad y los hombres son nuestros interlocutores. La Iglesia no es un círculo de creyentes, sino un movimiento de acercamiento a todos para que puedan creer. Lo importante de la Iglesia no es ella, sino Jesús, y la misión confiada por Jesús. Y esa misión es evangelizadora, animadora, motivadora. Frente a tanta mala noticia, el hombre necesita más que nunca la Buena Noticia. No se trata de censurar a los otros, ni de condenar a nadie, sino de hacer posible y gozosa la salvación de todos. Como Jesús hacía con sus parábolas, así debemos hacer nosotros, ayudando a todos a descubrir en el mundo y en la vida la huella de Dios. Quizá haya que denunciar el mal y la cizaña, pero sobre todo hay que señalar todo lo bueno, lo justo, lo noble, lo hermoso de la vida, para que crezca en todos la esperanza de una vida mejor, de un mundo más feliz, de una humanidad solidaria y en paz, como una familia.

-¿Qué podemos hacer?

Esa es siempre la gran pregunta. Pero esa es también, a veces, la gran coartada para no hacer nada y justificar nuestra indolencia. Porque Jesús no nos abandona. Nos deja su espíritu para que nos ayude a conocer la gran revelación, para que nos ayude a comprender la gran esperanza, para que nos haga ver el poder de Dios que se manifiesta en Jesús. Con ese espíritu no tenemos nada que temer. Dejemos que se exprese libremente en nuestra vida. Y aún más, tenemos la Iglesia, que es como el cuerpo de Jesús, su continuación. En la Iglesia y a través de ella podemos encauzar nuestras iniciativas y encontrar aliento en nuestros esfuerzos. Solos podemos hacer bien poco, pero como Iglesia y en la Iglesia podemos hacer muchísimo. La estructura y las organizaciones y movimientos eclesiales pueden y deben ser los vehículos que canalicen todos nuestros esfuerzos. No podemos hacer todos todo, pero entre todos, con todos, podemos hacer todo lo que Jesús nos ha encomendado.
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¿Seguimos plantados mirando al cielo? ¿Miramos alguna vez al cielo? ¿Somos activos o contemplativos? ¿Por qué no somos cristianos sólo?
Si estamos bautizados, ¿por qué no estamos dispuestos a realizar la tarea de la fe? ¿Por qué no pasamos del rito al reto del Reino?
¿Buscamos el Reino de Dios y su justicia? ¿Somos heraldos del Reino? ¿Qué anunciamos, qué dicen nuestras obras, nuestras palabras, nuestras ilusiones, nuestras expectativas?
¿Vamos a la Iglesia? ¿Estamos en la Iglesia? ¿Pero la Iglesia no es el templo? ¿Qué hacemos en y con la Iglesia?
¿Participamos en la misión de la Iglesia? ¿En qué colaboramos con nuestra parroquia?
¿Estamos activos en sus organizaciones? ¿Damos algo más en el voluntariado?, ¿o lo dejamos todo para profesionales? ¿Cómo, entonces, profesamos nuestra fe?

EUCARISTÍA 1993/26