¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y
meditar el Evangelio, en este martes en que celebramos en Colombia la fiesta de
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Patrona de nuestra nación.
Evangelio según San
Mateo 12, 46-50
En aquel
tiempo, Jesús estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus parientes
se acercaron y trataban de hablar con él. Alguien le dijo entonces a Jesús:
«Oye,
ahí fuera están tu madre y tus hermanos, y quieren hablar contigo».
Pero él
respondió al que se lo decía:
«¿Quién
es mi madre y quiénes son mis hermanos?»
Y
señalando con la mano a sus discípulos, dijo:
«Estos
son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre,
que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DE LOS CIEN AÑOS DE LA
CORONACIÓN CANÓNICA DE LA IMAGEN DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DE CHIQUINQUIRÁ
(6 de julio de 2019)
Queridos hermanos:
Desde hace 433 años la presencia de María Nuestra Madre, Señora del Rosario,
nos acompaña y es modelo de oración confiada, de fe en el Padre Providente, de
obediencia a su voluntad, de amor ardiente, invitándonos a construir una existencia
personal, familiar y social, serena y feliz.
Hoy, a doscientos
años del nacimiento de nuestra República y a cien años de la coronación
Canónica de la Imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, como Reina y Madre de
nuestra nación, bajo la presidencia de Marco Fidel Suárez en la Plaza de
Bolívar de Bogotá, los obispos de Colombia, trayendo con nosotros a todas las
comunidades del país, venimos, peregrinos, a confiar a su maternal cuidado toda
nuestra amada nación.
De nuevo, Ella que
conoce nuestros dolores, nuestras búsquedas, nuestras luchas, nuestros deseos
de construir una casa fraterna entre los colombianos, como Madre nos repite:
“Hagan lo que Él, mi Hijo Jesús, les diga”. Y el Señor nos dice hoy: “todo el
que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ese es mi hermano, mi hermana y
mi Madre” (Mt 12, 50). Somos la familia espiritual de Jesús que nace por
nuestra condición de discípulos. Él quiere que esa familia crezca y se
fortalezca por nuestro encuentro personal y eclesial con Él, para que
transformando nuestro corazón vivamos de acuerdo con los criterios del
Evangelio y como María, Madre suya y Madre nuestra, hagamos carne las
bienaventuranzas.
Hoy estamos a los
pies de María. Como nadie más Ella hizo la voluntad del Padre, que está en
conocerlo a Él y acoger a su Enviado, que se encarnó en sus entrañas. En el
mundo en que nos “toca realizar la voluntad del Padre Celestial”, todavía
tenemos las huellas que la tradición cristiana nos ha dejado en el modo de ver
la vida, de honrar la dignidad de cada persona, de promover una auténtica
libertad y vivir como hermanos de verdad.
Pero, en lo cotidiano corremos el riesgo de
olvidarlo. Y si perdemos las raíces cristianas de nuestras familias y nuestra
sociedad, el presente de ellas se hace pedazos, las relaciones en familia
entran en crisis y disminuye la capacidad de relación, responsabilidad y
solidaridad entre nosotros los colombianos.
La sola
autorreferencialidad nos encierra a cada uno en nosotros mismos, y a la
sociedad en grupos de intereses, de privilegios, de ideologías. Hace más el
miedo al futuro que un deseo de construirlo, hace más la unidad de dominio de
los más fuertes y ricos, que la unidad de comunión de personas y bienes.
María, en el
silencio al pie de la cruz, ante el inmenso dolor de la muerte de su Hijo, no
pierde la fe en el Dios de la vida. “Si tienen fe, como un grano de mostaza”
moverán montañas. María nos enseña a creer aún en la noche que atravesamos por
la violencia de las armas, la de los corazones endurecidos por la indiferencia
y la codicia, que enceguece y no deja ver el dolor de los pobres, de los que no
tienen techo, ni tierra, ni trabajo, por la violencia de la corrupción que
despoja a los más frágiles, para nutrir el egoísmo de unos pocos, por la
avalancha de la narcodegradación que arrasa con la vida de los niños, los
adolescentes y los jóvenes que son la presencia del mañana.
Ahí, Ella nos anima
para que no desfallezcamos en nuestra fe y el grano de mostaza se convierta en
árbol capaz de ofrecer la frescura de la sombra y la acogida de los pájaros del
cielo.
Necesitamos todos,
pastores y fieles, ser fortalecidos en el corazón. La fe nos debe abrir los
ojos, la esperanza nos enseña a mirar con paciencia y perseverancia, lo que
vivimos en este momento complejo y difícil de nuestra historia, cuando sentimos
la tentación de dejar de leer los signos de los tiempos como si en ellos no
estuviera presente Dios, y emprender la huida del compromiso, olvidando que el
designio de Dios se realiza, aunque esté oculto.
María es una escuela
de fe, rica de esperanza: conservaba todas las acciones de Dios, meditándolas
en su corazón. Ahí está la raíz de la fuerza que hoy debe tener nuestro
testimonio cristiano para nuestra sociedad. La voluntad del Padre Celestial
está en que cada uno y todos como familia y pueblo de Dios, seamos signos
creíbles, valientes, coherentes de los valores innegociables del Evangelio, que
irradiemos luz, seamos fermento en el mundo globalizado, con sus raíces letales
de exclusión y marginación de los más débiles, fuentes de inclusión de todos,
en la participación solidaria de los bienes, pues somos hermanos.
Si aprendemos a
mirar con fe nuestras raíces del pasado y con esperanza un futuro de
reconciliación, de desarrollo integral, de armonía familiar y social, es
preciso que revistamos el presente, grávido de tensiones en la vida familiar,
eclesial y política, con la fuerza de la comunión que brota del amor.
María en los
momentos más difíciles que compartió con los discípulos de su Hijo, y hoy con
nosotros, confortó, permaneció con ellos, los animó con el fruto de la
consolación y de la vida que engendra comunión.
Ella, en nuestro
presente, nos ayuda a cada uno a descubrir que la vida personal es vocación,
que nos reclama fe y fidelidad al Señor. A las familias nos invita al amor
gratuito que se vive en el hogar, que solo ese amor desafía la crisis grave que
vivimos en todos los escenarios existenciales, laborales, académicos, sociales,
culturales y políticos. Pues es en el hogar donde aprendemos el abecedario del
perdón, la solidaridad, la ayuda mutua.
En nuestras
comunidades eclesiales debemos acogernos, caminar juntos, perdonarnos, no
permitir el espíritu de la división. Toda la sociedad necesita el impulso
permanente del diálogo que ponga fin a la violencia y seguir encontrando
caminos de reconciliación, trabajar por la unidad del país, por encima de los
obstáculos y convirtiendo en riqueza comunitaria, las diferencias y colocar en
el centro de toda la vida política, social y económica la persona, con el
misterio de su dignidad, el respeto por el bien de todos y la erradicación de
las causas estructurales de la corrupción y la pobreza que engendran inequidad
y violencia. El amor que sana las heridas en cada uno y en las relaciones entre
hermanos nos ayuda a recorrer el camino de la reconciliación con la creación.
Quisiera en este
momento recordando los 33 años de la Visita del Papa San Juan Pablo II las
palabras que él utilizó para colocarnos en los brazos maternos de María:
“Nos consagramos a ti todos los que hemos
venido a visitarte en esta celebración: te consagro toda la Iglesia de Colombia
con sus pastores y sus fieles: los Obispos que a imitación del Buen Pastor
velan por el pueblo que les ha sido confiado. Los sacerdotes que han sido
ungidos por el Espíritu. Los religiosos y religiosas, que ofrendan su vida por
el Reino de Cristo. Los seminaristas que han acogido la llamada del Señor. Los
esposos cristianos en la unidad e indisolubilidad de su amor con sus familias.
Los laicos comprometidos en la Evangelización. Los jóvenes que anhelan una
sociedad nueva. Los niños que merecen un mundo más pacífico y humano. Los
enfermos, los pobres, los encarcelados, los perseguidos, los huérfanos, los
desesperados, los moribundos. Te consagro toda esta Nación de Colombia que eres
Patrona y Reina. Que resplandezcan en sus instituciones los valores del
Evangelio”.
Celebremos la Cena
del Señor, mirando con fe nuestras raíces cristianas, auscultando con esperanza
el futuro de los próximos trescientos años del país y amasando con amor el
presente acompañados y de la mano de María, como dijo el Papa Francisco ante
esta misma imagen “Así como en Chiquinquirá Dios ha renovado el esplendor del
rostro de su Madre, que Él siga iluminando con su celestial luz el rostro de
todo este país y bendiga a la Iglesia de Colombia con su benévola compañía.
+ Óscar Urbina
Ortega, Arzobispo de Villavicencio, Presidente de la Conferencia Episcopal de
Colombia