¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este martes 19 del Tiempo Ordinario, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Ez 2,8—3,4):
Así dice el Señor: «Tú, hijo de Adán, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la casa rebelde! Abre la boca y come lo que te doy». Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un documento enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito en el anverso y en el reverso; tenía escritas elegías, lamentos y ayes. Y me dijo: «Hijo de Adán, come lo que tienes ahí, cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel». Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome: «Hijo de Adán, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy». Lo comí, y me supo en la boca dulce como la miel. Y me dijo: «Hijo de Adán, anda, vete a la casa de Israel y diles mis palabras».
Salmo responsorial: 118
R/. ¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor!
Mi alegría es el camino de tus preceptos, más que todas
las riquezas.
Tus preceptos son mi delicia, tus decretos son mis consejeros.
Más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata.
¡Qué dulce al paladar tu promesa: más que miel en la boca!
Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón.
Abro la boca y respiro, ansiando tus mandamientos.
Versículo antes del Evangelio (Mt 11,29):
Aleluya. Llevad mi yugo sobre vosotros, dice el Señor, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mt 18,1-5.10.12-14):
En una ocasión, los discípulos preguntaron a Jesús: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?». Él llamó a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños».
Comentario
Hoy, el Evangelio nos vuelve a revelar el corazón de
Dios. Nos hace entender con qué sentimientos actúa el Padre del cielo en
relación con sus hijos. La solicitud más ferviente es para con los pequeños,
aquellos hacia los cuales nadie presta atención, aquellos que no llegan al
lugar donde todo el mundo llega. Sabíamos que el Padre, como Padre bueno que
es, tiene predilección por los hijos pequeños, pero hoy todavía nos damos
cuenta de otro deseo del Padre, que se convierte en obligación para nosotros: «Si
no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos»
(Mt 18,3).
Por tanto, entendemos que aquello que valora el Padre no es tanto "ser
pequeño", sino "hacerse pequeño". «Quien se haga pequeño (...),
ése es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18,4). Por esto, podemos
entender nuestra responsabilidad en esta acción de empequeñecernos. No se trata
tanto de haber sido uno creado pequeño o sencillo, limitado o con más
capacidades o menos, sino de saber prescindir de la posible grandeza de cada
uno para mantenernos en el nivel de los más humildes y sencillos. La verdadera
importancia de cada uno está en asemejarnos a uno de estos pequeños que Jesús
mismo presenta con cara y ojos.
Para terminar, el Evangelio todavía nos amplía la lección de hoy. Hay, ¡y muy
cerca de nosotros!, unos "pequeños" que a veces los tenemos más
abandonados que a los otros: aquellos que son como ovejas que se han
descarriado; el Padre los busca y, cuando los encuentra, se alegra porque los
hace volver a casa y no se le pierden. Quizá, si contemplásemos a quienes nos
rodean como ovejas buscadas por el Padre y devueltas, más que ovejas
descarriadas, seríamos capaces de ver más frecuentemente y más de cerca el
rostro de Dios. Como dice san Asterio de Amasea: «La parábola de la oveja
perdida y el pastor nos enseña que no hemos de desconfiar precipitadamente de
los hombres, ni desfallecer al ayudar a los que se encuentran con riesgo».
Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España)
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