¡Amor y paz!
Sí, hermanos. Queremos
vivir, pero nos hacemos la vida imposible. Desde el comienzo de los tiempos, el
hombre ha estado buscando maneras de prolongar la vida, de hacerla más cómoda y
agradable. Pero, al mismo tiempo, como decía Hobbes, “El hombre es un lobo para el hombre”, y entonces hay egoísmo, odios,
guerras y rencillas.
Esta
constatación viene a cuento por el Evangelio de hoy, que nos habla sobre la
vida eterna. Es que jamás la alcanzaremos si no le hacemos más llevadera la
vida terrena a nuestros hermanos.
Los invito, hermanos, a
leer y meditar el evangelio y el comentario, en este XXXII Domingo del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Lucas 20,27-38.
Se le acercaron algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?". Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él".
Comentario
¡Queremos
vivir! Es una aspiración común a todos los hombres. Es un grito en los que
luchan desesperadamente con la muerte. Es la fuerza que impulsa ciegamente los
esfuerzos del hombre hacia el desarrollo y el progreso. Fábricas y autopistas,
planes de desarrollo y urbanizaciones, trabajos, estudios, inventos, leyes,
propaganda... todo parece estar encaminado a desterrar el hambre, la
enfermedad, la muerte, a hacer posible la vida. De vez en cuando la prensa
recoge una noticia sensacional: "Será posible prolongar la vida",
"Se ha retrasado la edad de mortalidad", "Parece inminente un
remedio contra el cáncer", "Un nuevo sistema para prolongar la
juventud", "Una nueva conquista en la cirugía"... Todo hace
presumir que sí, que queremos vivir.
Y,
sin embargo, nos hacemos la vida imposible. La explotación irracional de la
naturaleza, la especulación del suelo, la insaciable ambición de poseer está
reduciendo de manera alarmante las reservas de la humanidad, convierte los
bosques y playas en basureros, contamina el aire y las aguas, extingue las
especies de animales indispensables para la vida. La desatención a la tierra y
a los pueblos, empuja a los hombres a la ciudad. Los hacina en rascacielos
monstruosos y hace de las ciudades el único lugar donde no es posible la vida:
humos, ruidos, tráfico, delincuencia, drogas, vértigo.
Queremos
vivir y, sin embargo, hacemos imposible la vida. El que hace imposible la vida
no cree en la vida eterna, pues la vida eterna no puede ser entendida como la
negación de esta vida, sino como su plenitud. Tampoco cree en la vida eterna el
que no se esfuerza en la superación de las dificultades que encuentra la vida
en este mundo y se resigna pensando en el cielo, pues el cielo no es el premio
de nuestros sufrimientos y la liberación de nuestras depresiones, sino el fruto
de nuestro esfuerzo y la manifestación de la gracia de Dios que opera en medio
de nosotros.
No
estamos en el mundo para padecer. Nuestra fe no es una fe en un Dios sádico que
se complazca en nuestros sufrimientos y quiera someter a prueba el límite de
nuestra "paciencia". Creemos en un Dios vivo que actúa en la historia
sacando adelante nuestra esperanza. Creemos en un Dios que nos llama y nos hace
así responsables de una gran tarea, poniendo en nuestras manos nuestro mejor
futuro. La paciencia cristiana es una virtud activa, no es el simple aguardar,
sino un salir al encuentro. Es hija de la esperanza, y la esperanza se acredita
en sus primeros pasos hacia el Reino de Dios, un reino de justicia y de paz
para todos los hombres. Sólo aquella fe en la vida eterna que se realiza en la
continua transformación del mundo, hace efectivamente creíble la esperanza
cristiana. Por eso, sólo cree de verdad en la vida eterna y sólo hace posible
esta fe a todos los hombres, aquel que se compromete en hacer posible la vida
para todos los hombres.
EUCARISTÍA
1971/60