¡Amor
y paz!
Muchos
hoy se ofrecen a colaborarnos, a guiarnos, a mejorar nuestras vidas, a
ayudarnos a ser felices. No es sino ver las cuñas publicitarias. Son autoridades,
políticos, comerciantes, economistas, publicistas, ideólogos… En fin, la lista es grande.
El
texto del evangelio de hoy nos propone en cambio a
Jesús, como un pastor que conoce a sus ovejas, las ama, las salva y da su vida
por ello. Entonces… ¿A quién le creemos? ¿A quién seguimos?
Oremos
hoy especialmente porque el Señor suscite nuevas y santas vocaciones para que haya nuevos y mejores pastores que entreguen su vida para hacerlo visible a Él en este mundo.
Los
invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este IV Domingo
de Pascua.
Dios
los bendiga…
Evangelio
según San Juan 10,11-18.
Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas. Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre".
Comentario
Hay
dos experiencias básicas, fundamentales y profundas que todo cristiano debe
tener en su vida, si quiere considerarse tal. La primera es sentir a Cristo
vivo, resucitado de entre los muertos. La segunda es sentirse hijo de Dios y,
como tal, llamado a compartir con Cristo, nuestro hermano, esa nueva vida.
Esto
se puede explicar, se puede enseñar en catequesis, se puede repetir una y mil
veces en las homilías, se puede saber de memoria y repetir cada mañana al
levantar y cada noche al acostarnos. Pero lo importante, lo vital, lo decisivo
no es que se sepa, sino que se experimente, que se sienta, que se viva.
Hay
muchos cristianos a los que no les cuesta nada decir que Dios es su Padre, pero
que no se sienten hijos de Dios, que no sienten esa vibración de hijo que,
lógicamente, sentimos ante nuestros padres de carne y sangre.
Quizás
en nuestra catequesis hemos dejado un tanto orillada esta verdad, la hemos
transmitido como algo a saber en vez de como algo a vivir.
Quizás
hemos insistido demasiado en la justicia de Dios, o en su grandeza, o en su
poder... y lo que hemos conseguido es transmitir a un Dios lejano, distante,
inaccesible... Así, ¿quién puede sentirlo como Padre? Lo propio de un padre es
la cercanía, la disponibilidad, el tenerlo a nuestro lado, el sentir la
seguridad y la confianza que nos transmite... ¿Así sentimos a Dios?
Ese
fue el afán de Jesús; o al menos podemos estar seguros de no equivocarnos si lo
formulamos en estos términos: Jesús se desvivió por acercarnos a Dios, por
facilitarnos el reconocerlo a nuestro lado, por hacernos comprender que es
nuestro Padre, y que esto no es un título más en la larga lista de atributos
que podemos aplicarle a Dios, sino el principal y primero, el único que de
verdad importa e interesa.
El afán
de Jesús no es que sintamos temor ante el poder de Dios, sino paz ante su amor,
consuelo ante su cercanía, confianza ante su paternidad. Pero lo cierto es que
nuestros sistemas religiosos no siempre han estado acertados a la hora de
transmitir a los hombres esta buena noticia. No estaría de más esforzarnos por
hacer coincidir nuestros «afanes» con el afán de Jesús.
Y
para transmitir ese mensaje de la paternidad de Dios, mucho nos ayudaría ser
nosotros más comprensivos con el hombre de hoy. Menos condenas y más
comprensión. Comprender, ayudar, salvar... ¿Cuándo vamos a entender que los que
llamamos «marginales» no necesitan tanto que les recordemos lo que deberían
hacer como que son, también ellos, hijos de Dios, igual que la oveja perdida no
necesita sermones sino alguien que se remangue los pantalones y se vaya a
buscarla, y esté con ella, y la eche sobre sus hombros, y la cuide...?
La
imagen del pastor y la oveja, que nos trae el Evangelio de hoy, es más, mucho
más que una fuente de inspiración para pintores, o una frase para cierta
literatura religiosa.
Pero
ser pastor así no es fácil; «el buen pastor que da la vida por las ovejas».
¡Casi nada! ¡Dar la vida! Porque pastores, en un momento dado, todos lo somos:
de los hijos, de los padres, de los amigos, de los empleados, de los pacientes,
de los vecinos, de... Pues el Evangelio es claro: si no somos (pastores) así,
somos asalariados, llenos de buenas palabras, de hermosos documentos, de
grandilocuentes declaraciones... que echamos a correr en cuanto viene el lobo,
dejando las ovejas a su suerte.
¿A
cuántas «ovejas» hemos dejado a su suerte? ¡Si tenemos hasta el valor de llegar
a decir: «se lo tiene merecido»! ¿Eso es ser buen pastor? ¿Qué hacemos con las
mujeres que abortan, con los homosexuales, con los enganchados en la droga, con
los emigrantes, con los gitanos, con los...? De momento, clasificarlos con esa
etiqueta, incluso antes de reconocerles la categoría de personas. Los vemos por
su peculiaridad antes que por su esencialidad. Y después los dejamos
abandonados a su suerte: «ellos se lo han buscado». Así, ¿cómo conseguir que el
hombre se sienta hermano?, ¿cómo lograr que se sienta hijo?
A
veces da la impresión que ser hijos de Dios no es un don que el Padre nos hace,
sino un privilegio de ricos, de acomodados, afortunados en la vida... ¡Lo que
nos faltaba! Si alguien necesita descubrir que Dios es Padre son, precisamente,
los otros, igual que la oveja que necesita que su pastor vaya a por ella es la
que se ha perdido y no las que se han quedado bien seguras en el redil, igual
que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos.
Dice
la primera lectura que Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, proclamó: «la
piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Quizá
nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de
nuestra vida, porque desechamos a los pobres (a las ovejas «perdidas»), sin
darnos cuenta que ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más
humanos, más cercanos, más hermanos. Si, como él dijo, lo que le hacemos a uno
de los más pequeños se lo hacemos al propio Jesús, Jesús sigue siendo la piedra
angular del mundo que continuamente es empujada fuera de nosotros, por todos.
Pero
somos hijos de Dios, aunque ahora no se note del todo. Y eso debe abrir nuestro
corazón a la esperanza. Estamos a tiempo, es viable, podemos hacerlo, podemos
sentirnos hijos y, por lo tanto, hermanos de los hombres. Podemos cambiar la
sociedad y el mundo, podemos hacer realidad el Reino de Dios entre nosotros. Y
si esto suena a utopía, tenemos que proclamar bien fuerte: ¡Pues claro! ¡Es que
lo nuestro es la utopía! ¡La utopía de la fraternidad universal!
LUIS GRACIETA
DABAR 1994, nº 28
DABAR 1994, nº 28