¡Amor y paz!
Dos palabras contrastantes se escucharon hace más de
dos mil años en el monte Tabor y se leen hoy en el Evangelio: la palabra del
hombre: “¡Qué bien estamos aquí!” y la Palabra de Dios: "Este
es mi Hijo muy querido, escúchenlo".
Pedro representa con la
primera frase el deseo del hombre de acomodarse, de instalarse, no en la escena de Jesús transfigurado que nos describe hoy el Evangelio, sino en su mundo material, en tanto que Dios nos pide
escuchar a su Hijo, precisamente para señalarnos que otro mundo es posible, que
estamos llamados a ‘desinstalarnos’ y ayudar a construir desde ya el Reino de
Dios.
La actual situación de
nuestras sociedades, signada por la corrupción, la violencia y la injusticia,
debe hacernos reconocer la necesidad de que, acallando los ruidos que nos embotan
y desechando los ídolos que nos distraen, escuchemos y llevemos a la práctica la Palabra
de Dios y así podamos construir un mundo de hermanos.
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y
el comentario, en este II Domingo de Cuaresma.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Marcos 9,2-10.
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos".
Comentario
El primer domingo de Cuaresma nos presentaba a Jesús
retirado en el desierto. Cuarenta días en silencio, austeridad de vida y unión
con el Padre: éste es el marco en el que escruta su Voluntad, escucha, confirma
su identidad mesiánica y descifra con claridad su misión y el plan
salvador que le es encomendado. En el monte Tabor se produce su transfiguración
como efecto de su identidad divina momentáneamente manifestada. El Padre lo
propone como Palabra personal suya y única que debe ser escuchada. Las
muchedumbres le siguen embobados por su predicación, sus discípulos le
escuchan boquiabiertos, sin entender apenas nada de cuanto les predica,
ni siquiera las hermosas parábolas con las que les catequiza.
Jesús, Palabra de Dios, es esa verdad cuya
penetración e inteligencia satisfará con creces la búsqueda de los hombres.
Palabra que nos ha sido revelada, manifestada y explicada con su propia voz
y con su presencia, ella es el gran don del Padre. Pero su comprensión
exige ser escuchada; una escucha que se realiza en contemplación y
oración, en silencio y soledad.
“Escuchadlo”, dice el Padre a los tres
discípulos. Volverán al llano y seguirán oyéndolo; tendrá que venir sobre ellos
el Espíritu Santo para que la escucha sea eficaz y descubridora de la verdad de
Dios. Hablar hoy de contemplación para escuchar la Palabra de Dios
resulta extraño a muchos cristianos. Jesús nos mandó orar, nos enseñó con su
ejemplo a escuchar y obedecer la Voluntad del Padre. Sin atención
continuada a la Palabra, no se entiende ni se descubre nada: sólo el sinsentido.
Escucharla en la armonía del mundo
Dios habla de muchas maneras. Junto a la primacía de
la Palabra “hecha carne”, Dios utiliza signos y lenguajes de contenido menor
pero, por ser sensibles y naturales, son también más inteligibles y expresivos.
El gran misterio de Dios está contenido en Jesús, Hijo y Palabra del Padre pero
no todos reciben el don de su conocimiento, de su escucha y de su
comprensión. Especialmente para éstos, aunque sin carácter de
exclusividad, Dios llena el universo de voces y de luces, de sonidos y de
símbolos, de sucesos y de hallazgos cargados de mensajes trascendentes,
indicadores de presencias apretadas de belleza, de dignidad, de verdad y
de bondades que sugieren y aproximan al Padre de tanta sublimidad, sin embargo
oculta y depreciada por el hombre apresurado. El universo, en la lejanía
espacial, y la naturaleza, en su cercana vecindad,
hablan de Dios y lo sugieren, pero nos hemos acostumbrado a tanta armonía
que nos hemos incapacitado para percibirlo.
Mas no sólo es perceptible en la hermosura y
perfección de la creación; más aún lo es en la historia cotidiana de sus
criaturas, dotadas de grandeza espiritual y dignidad moral; gentes que escriben
con la letra pequeña de la sencillez de espíritu la historia del mundo redimido
y santificado por Jesús a quien se ve asomar tras la buena gente del piso de al
lado. Por otra parte, Dios se oculta también en el misterio de la
desarmonía y de la estridencia: en las víctimas de las guerras y de la
opresión, de la injusticia y del desprecio... Escucharle entre los gritos
de los oprimidos o en el silencio de la miseria no es fácil aunque sí posible a
poco que nos acerquemos. El discípulo de Jesús no puede taparse los oídos ante
esa Palabra “hecha carne”.
Escucharla para el compromiso
Escuchar la Palabra de Dios no es un ejercicio para
la complacencia; es un don para instaurar el reino de Dios, para recrear el
mundo, para la liberación del pecado y de la muerte. La luz y la fuerza que la
Palabra inyecta en quien la escucha son virtud sanadora y santificadora. La
Palabra de Dios no es un lujo para creyentes tranquilos ni un privilegio
para investigadores. Es un aguijón, un revulsivo que urge a
hacer propia la misión de Jesús tal y como él mismo la recogió del profeta
Isaías: el cristiano no es cumplidor de la Palabra escuchada y encarnada hasta
que no se haya comprometido enanunciar la buena noticia a los pobres,
proclamar la liberación a los cautivos, dar vista a los ciegos, liberar a los
oprimidos y en proclamar un año de gracia del Señor”.
La contemplación de la Palabra, del Hijo de Dios,
deriva en el compromiso de la fe y del amor fraterno. Como sucede en el
episodio de la transfiguración, hay que “bajar del monte”, despertar de
los gozos y meterse entre la muchedumbre con sus llantos y problemas.
Jesús habla a los tres discípulos de su resurrección pero ellos discuten sobre
lo que aquello podía significar. Poco antes les ha hablado de que “debía
padecer mucho... que lo matarían y a los tres días resucitaría” (Mc
8, 31) La placidez y el hechizo que la transfiguración del Maestro
les produce les impide entender lo que significaba para el Hijo de Dios
encarnarse en naturaleza humana y salvarla; lo entenderán más tarde y,
efectivamente, entregarán también su vida por anunciar la Palabra de Dios, la
buena noticia a los pobres. Tras la escucha, dar la vida por los amigos.
Fr. José
Luis Gago, O.P.
www.mercaba.org
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