domingo, 4 de marzo de 2012

"Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo"


¡Amor y paz!

Dos palabras contrastantes se escucharon hace más de dos mil años en el monte Tabor y se leen hoy en el Evangelio: la palabra del hombre: “¡Qué bien estamos aquí!” y la Palabra de Dios: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". 

Pedro representa con la primera frase el deseo del hombre de acomodarse, de instalarse, no en la escena de Jesús transfigurado que nos describe hoy el Evangelio, sino en su mundo material, en tanto que Dios nos pide escuchar a su Hijo, precisamente para señalarnos que otro mundo es posible, que estamos llamados a ‘desinstalarnos’ y ayudar a construir desde ya el Reino de Dios.

La actual situación de nuestras sociedades, signada por la corrupción, la violencia y la injusticia, debe hacernos reconocer la necesidad de que, acallando los ruidos que nos embotan y desechando los ídolos que nos distraen, escuchemos y llevemos a la práctica la Palabra de Dios y así podamos construir un mundo de hermanos.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este II Domingo de Cuaresma.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Marcos 9,2-10.
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos". 
Comentario

El primer domingo de Cuaresma nos presentaba a Jesús retirado en el desierto. Cuarenta días en silencio, austeridad de vida y unión con el Padre: éste es el marco en el que escruta su Voluntad, escucha, confirma su identidad mesiánica y descifra con claridad  su misión y el plan salvador que le es encomendado. En el monte Tabor se produce su transfiguración como efecto de su identidad divina momentáneamente manifestada.  El Padre lo propone como Palabra personal suya y única que debe ser escuchada. Las muchedumbres le siguen embobados por su predicación, sus discípulos  le escuchan boquiabiertos,  sin entender apenas nada de cuanto les predica, ni siquiera las hermosas parábolas con las que les catequiza. 

Jesús, Palabra de Dios, es esa verdad cuya penetración e inteligencia satisfará con creces la búsqueda de los hombres. Palabra que nos ha sido revelada, manifestada y explicada con su propia voz y  con su presencia, ella es el gran don del Padre. Pero su comprensión exige ser escuchada; una escucha que  se realiza  en contemplación y oración, en silencio y soledad. 

“Escuchadlo”, dice el Padre a los tres discípulos. Volverán al llano y seguirán oyéndolo; tendrá que venir sobre ellos el Espíritu Santo para que la escucha sea eficaz y descubridora de la verdad de Dios.  Hablar hoy de contemplación para escuchar la Palabra de Dios resulta extraño a muchos cristianos. Jesús nos mandó orar, nos enseñó con su ejemplo a escuchar y obedecer la Voluntad del Padre. Sin  atención continuada a la Palabra, no se entiende ni se descubre nada: sólo el sinsentido.

Escucharla en la armonía del mundo

Dios habla de muchas maneras. Junto a la primacía de la Palabra “hecha carne”, Dios utiliza signos y lenguajes de contenido menor pero, por ser sensibles y naturales, son también más inteligibles y expresivos. El gran misterio de Dios está contenido en Jesús, Hijo y Palabra del Padre pero no todos  reciben el don de su conocimiento, de su escucha y de su comprensión. Especialmente para éstos, aunque  sin carácter de exclusividad, Dios llena el universo de voces y de luces, de sonidos y de símbolos, de sucesos y de hallazgos cargados de mensajes trascendentes, indicadores de  presencias apretadas de belleza, de dignidad, de verdad y de bondades que sugieren y aproximan al Padre de tanta sublimidad, sin embargo oculta y depreciada por el hombre apresurado. El universo, en la lejanía espacial, y  la  naturaleza,  en su cercana vecindad,  hablan  de Dios y lo sugieren, pero nos hemos acostumbrado a tanta armonía que nos hemos incapacitado para  percibirlo.

Mas no sólo es perceptible en la hermosura y perfección de la creación; más aún  lo es en la historia cotidiana de sus criaturas, dotadas de grandeza espiritual y dignidad moral; gentes que escriben con la letra pequeña de la sencillez de espíritu la historia del mundo redimido y santificado por Jesús a quien se ve asomar tras la buena gente del piso de al lado. Por otra parte, Dios  se oculta también en el misterio de la desarmonía y de la  estridencia: en las víctimas de las guerras y de la opresión, de la injusticia y del desprecio...  Escucharle entre los gritos de los oprimidos o en el silencio de la miseria no es fácil aunque sí posible a poco que nos acerquemos. El discípulo de Jesús no puede taparse los oídos ante esa Palabra  “hecha carne”.

Escucharla para el compromiso

Escuchar la Palabra de Dios no es un ejercicio para la complacencia; es un don para instaurar el reino de Dios, para recrear el mundo, para la liberación del pecado y de la muerte. La luz y la fuerza que la Palabra inyecta en quien la escucha son virtud sanadora y santificadora. La Palabra de Dios no es un lujo para creyentes tranquilos ni un privilegio para  investigadores. Es un aguijón, un revulsivo que  urge a  hacer propia la misión de Jesús tal y como él mismo la recogió del profeta Isaías: el cristiano no es cumplidor de la Palabra escuchada y encarnada hasta que no se haya comprometido enanunciar la buena noticia a los pobres, proclamar la liberación a los cautivos, dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y en proclamar  un año de gracia del Señor”.

La contemplación de la Palabra, del Hijo de Dios, deriva en el compromiso de la fe y del amor fraterno. Como sucede en el episodio de la transfiguración, hay que “bajar del monte”, despertar de los gozos y meterse entre  la muchedumbre con sus llantos  y problemas. Jesús habla a los tres discípulos de su resurrección pero ellos discuten sobre lo que aquello podía significar. Poco antes les ha hablado de que “debía padecer mucho... que lo matarían  y a los tres días resucitaría” (Mc 8, 31) La placidez y el hechizo que la transfiguración del Maestro les produce  les impide entender lo que significaba para el Hijo de Dios encarnarse en naturaleza humana y salvarla; lo entenderán más tarde y, efectivamente, entregarán también su vida por anunciar la Palabra de Dios, la buena noticia a los pobres. Tras la escucha,  dar la vida por los amigos.

 Fr. José Luis Gago, O.P.
www.mercaba.org