¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
de la Pasión del Señor según San Mateo, en este Domingo de Ramos en que damos
comienzo a la Semana Santa.
Dios los bendiga…
Evangelio según San Mateo 26,3-5.14-75.27,1-66.
Unos días antes de la fiesta de Pascua, los sumos
sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del Sumo
Sacerdote, llamado Caifás, y se pusieron de acuerdo para detener a Jesús con
astucia y darle muerte. Pero decían: "No lo hagamos durante la fiesta,
para que no se produzca un tumulto en el pueblo". Entonces uno de los
Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo:
"¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta
monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para
entregarlo. El primer día de los Ácimos, los discípulos fueron a preguntar a
Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?". El
respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El
Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis
discípulos'". Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la
Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús
les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará".
Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré
yo, Señor?". El respondió: "El que acaba de servirse de la misma
fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está
escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado:
más le valdría no haber nacido!". Judas, el que lo iba a entregar, le
preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le
respondió Jesús. Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo
partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman, esto es mi
Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo:
"Beban todos de ella, porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza,
que se derrama por muchos para la remisión de los pecados. Les aseguro que desde
ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con
ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre". Después del canto de los
Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo:
"Esta misma noche, ustedes se van a escandalizar a causa de mí. Porque
dice la Escritura: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño.
Pero después que yo resucite, iré antes que ustedes a Galilea". Pedro,
tomando la palabra, le dijo: "Aunque todos se escandalicen por tu causa,
yo no me escandalizaré jamás". Jesús le respondió: "Te aseguro que
esta misma noche, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces".
Pedro le dijo: "Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré". Y
todos los discípulos dijeron lo mismo. Cuando Jesús llegó con sus discípulos a
una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: "Quédense aquí, mientras yo voy
allí a orar". Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo,
comenzó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo: "Mi alma siente
una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo". Y adelantándose
un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: "Padre mío, si es
posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya". Después volvió junto a sus discípulos y los encontró durmiendo.
Jesús dijo a Pedro: "¿Es posible que no hayan podido quedarse despiertos
conmigo, ni siquiera una hora? Estén prevenidos y oren para no caer en la
tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil". Se
alejó por segunda vez y suplicó: "Padre mío, si no puede pasar este cáliz
sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad". Al regresar los encontró
otra vez durmiendo, porque sus ojos se cerraban de sueño. Nuevamente se alejó
de ellos y oró por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Luego volvió
junto a sus discípulos y les dijo: "Ahora pueden dormir y descansar: ha
llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que me va a entregar".
Jesús estaba hablando todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado
de una multitud con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los
ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta señal: "Es aquel a
quien voy a besar. Deténganlo". Inmediatamente se acercó a Jesús,
diciéndole: "Salud, Maestro", y lo besó. Jesús le dijo: "Amigo,
¡cumple tu cometido!". Entonces se abalanzaron sobre él y lo detuvieron.
Uno de los que estaban con Jesús sacó su espada e hirió al servidor del Sumo
Sacerdote, cortándole la oreja. Jesús le dijo: "Guarda tu espada, porque
el que a hierro mata a hierro muere. ¿O piensas que no puedo recurrir a mi
Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de
ángeles. Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, según las cuales
debe suceder así?". Y en ese momento dijo Jesús a la multitud: "¿Soy
acaso un ladrón, para que salgan a arrestarme con espadas y palos? Todos los
días me sentaba a enseñar en el Templo, y ustedes no me detuvieron". Todo
esto sucedió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. Entonces
todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. Los que habían arrestado a Jesús
lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los
escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del Sumo
Sacerdote; entró y se sentó con los servidores, para ver cómo terminaba todo. Los
sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús
para poder condenarlo a muerte; pero no lo encontraron, a pesar de haberse
presentado numerosos testigos falsos. Finalmente, se presentaron dos que
declararon: "Este hombre dijo: 'Yo puedo destruir el Templo de Dios y
reconstruirlo en tres días'". El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie, dijo a
Jesús: "¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos declaran contra
ti?". Pero Jesús callaba. El Sumo Sacerdote insistió: "Te conjuro por
el Dios vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Jesús
le respondió: "Tú lo has dicho. Además, les aseguro que de ahora en
adelante verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y
venir sobre las nubes del cielo". Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus
vestiduras, diciendo: "Ha blasfemado, ¿Qué necesidad tenemos ya de
testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?". Ellos
respondieron: "Merece la muerte". Luego lo escupieron en la cara y lo
abofetearon. Otros lo golpeaban, diciéndole: "Tú, que eres el Mesías,
profetiza, dinos quién te golpeó". Mientras tanto, Pedro estaba sentado
afuera, en el patio. Una sirvienta se acercó y le dijo: "Tú también
estabas con Jesús, el Galileo". Pero él lo negó delante de todos,
diciendo: "No sé lo que quieres decir". Al retirarse hacia la puerta,
lo vio otra sirvienta y dijo a los que estaban allí: "Este es uno de los
que acompañaban a Jesús, el Nazareno". Y nuevamente Pedro negó con
juramento: "Yo no conozco a ese hombre". Un poco más tarde, los que
estaban allí se acercaron a Pedro y le dijeron: "Seguro que tú también
eres uno de ellos; hasta tu acento te traiciona". Entonces Pedro se puso a
maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre. En seguida cantó el gallo, y
Pedro recordó las palabras que Jesús había dicho: "Antes que cante el
gallo, me negarás tres veces". Y saliendo, lloró amargamente. Cuando
amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la
manera de hacer ejecutar a Jesús. Después de haberlo atado, lo llevaron ante
Pilato, el gobernador, y se lo entregaron. Judas, el que lo entregó, viendo que
Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta
monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: "He
pecado, entregando sangre inocente". Ellos respondieron: "¿Qué nos
importa? Es asunto tuyo". Entonces él, arrojando las monedas en el Templo,
salió y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: "No
está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de sangre". Después
de deliberar, compraron con él un campo, llamado "del alfarero", para
sepultar a los extranjeros. Por esta razón se lo llama hasta el día de hoy
"Campo de sangre". Así se cumplió lo anunciado por el profeta
Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue
tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas. Con el dinero se compró el
"Campo del alfarero", como el Señor me lo había ordenado. Jesús
compareció ante el gobernador, y este le preguntó: "¿Tú eres el rey de los
judíos?". El respondió: "Tú lo dices". Al ser acusado por los
sumos sacerdotes y los ancianos, no respondió nada. Pilato le dijo: "¿No
oyes todo lo que declaran contra ti?". Jesús no respondió a ninguna de sus
preguntas, y esto dejó muy admirado al gobernador. En cada Fiesta, el
gobernador acostumbraba a poner en libertad a un preso, a elección del pueblo.
Había entonces uno famoso, llamado Barrabás. Pilato preguntó al pueblo que
estaba reunido: "¿A quién quieren que ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, llamado el
Mesías?". El sabía bien que lo habían entregado por envidia. Mientras
estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No te mezcles en
el asunto de ese justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo
sufrir mucho". Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos
convencieron a la multitud que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de
Jesús. Tomando de nuevo la palabra, el gobernador les preguntó: "¿A cuál
de los dos quieren que ponga en libertad?". Ellos respondieron: "A
Barrabás". Pilato continuó: "¿Y qué haré con Jesús, llamado el
Mesías?". Todos respondieron: "¡Que sea crucificado!". El
insistió: "¿Qué mal ha hecho?". Pero ellos gritaban cada vez más
fuerte: "¡Que sea crucificado!". Al ver que no se llegaba a nada,
sino que aumentaba el tumulto, Pilato hizo traer agua y se lavó las manos delante
de la multitud, diciendo: "Yo soy inocente de esta sangre. Es asunto de
ustedes". Y todo el pueblo respondió: "Que su sangre caiga sobre
nosotros y sobre nuestros hijos". Entonces, Pilato puso en libertad a
Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera
crucificado. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y
reunieron a toda la guardia alrededor de él. Entonces lo desvistieron y le
pusieron un manto rojo. Luego tejieron una corona de espinas y la colocaron
sobre su cabeza, pusieron una caña en su mano derecha y, doblando la rodilla
delante de él, se burlaban, diciendo: "Salud, rey de los judíos". Y
escupiéndolo, le quitaron la caña y con ella le golpeaban la cabeza. Después de
haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron de nuevo sus
vestiduras y lo llevaron a crucificar. Al salir, se encontraron con un hombre
de Cirene, llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz. Cuando llegaron al
lugar llamado Gólgota, que significa "lugar del Cráneo", le dieron de
beber vino con hiel. El lo probó, pero no quiso tomarlo. Después de
crucificarlo, los soldados sortearon sus vestiduras y se las repartieron; y
sentándose allí, se quedaron para custodiarlo. Colocaron sobre su cabeza una
inscripción con el motivo de su condena: "Este es Jesús, el rey de los
judíos". Al mismo tiempo, fueron crucificados con él dos ladrones, uno a
su derecha y el otro a su izquierda. Los que pasaban, lo insultaban y, moviendo
la cabeza, decían: "Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves
a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la
cruz!". De la misma manera, los sumos sacerdotes, junto con los escribas y
los ancianos, se burlaban, diciendo: "¡Ha salvado a otros y no puede
salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en
él. Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo:
"Yo soy Hijo de Dios". También lo insultaban los ladrones
crucificados con él. Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las
tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó
en alta voz: "Elí, Elí, lemá sabactani", que significa: "Dios
mío, Dios mío,¿por qué me has abandonado?". Algunos de los que se
encontraban allí, al oírlo, dijeron: "Está llamando a Elías". En
seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y,
poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber. Pero los otros le decían:
"Espera, veamos si Elías viene a salvarlo". Entonces Jesús, clamando
otra vez con voz potente, entregó su espíritu. Inmediatamente, el velo del
Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se
partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto
resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en
la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente. El centurión y los hombres que
custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de
miedo y dijeron: "¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!". Había
allí muchas mujeres que miraban de lejos: eran las mismas que habían seguido a
Jesús desde Galilea para servirlo. Entre ellas estaban María Magdalena, María
-la madre de Santiago y de José- y la madre de los hijos de Zebedeo. Al
atardecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había
hecho discípulo de Jesús, y fue a ver a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús.
Pilato ordenó que se lo entregaran. Entonces José tomó el cuerpo, lo envolvió
en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo que se había hecho
cavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro,
y se fue. María Magdalena y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro.
A la mañana siguiente, es decir, después del día de la Preparación, los sumos
sacerdotes y los fariseos se reunieron y se presentaron ante Pilato, vivía,
dijo: 'A los tres días resucitaré'. Ordena que el sepulcro sea custodiado hasta
el tercer día, no sea que sus discípulos roben el cuerpo y luego digan al
pueblo: '¡Ha resucitado!'. Este último engaño sería peor que el primero".
Pilato les respondió: "Ahí tienen la guardia, vayan y aseguren la
vigilancia como lo crean conveniente". Ellos fueron y aseguraron la
vigilancia del sepulcro, sellando la piedra y dejando allí la guardia.
Comentario
Hace algunos años, decía el titular de un
periódico: “Ministro de defensa pide aumentar el gasto militar y bajar la
inversión social”. Algunos siguen viviendo una especie de euforia guerrerista.
Nos cuesta creer en la salida negociada a los conflictos sociales, grupales,
interpersonales, e incluso personales. Vemos los embates de la violencia en
todo el mundo; baste mencionar la guerra que parece eterna entre Israel y Palestina
o las múltimples guerras africanas que apenas encuentran espacios en los
titulares de los grandes medios de comunicación. Por todas partes parece
imponerse, la Ley del Talión: Ojo por ojo y diente por diente, como si la
violencia se pudiera combatir con la violencia. Como si sobre una derrota
militar del enemigo se pudiera construir la única paz posible...
Sin embargo,
la historia nos ha demostrado más de una vez que la paz no se construye con la
guerra: “Todos los que pelean con la espada, también a espada morirán”, decía
bien Jesús en Getsemaní cuando fue arrestado. No fue fácil para Jesús dar este
paso ni es fácil hoy levantar esta bandera en un contexto en el que hay tantos
entusiasmados con la guerra. Erasmo de Rotterdam decía que la guerra era dulce
sólo para el que no la ha probado… Hoy diríamos que también es dulce para el
que vive de ella…
Leyendo la Pasión del Señor según San Mateo, ha
vuelto a rechinar en mi interior una pieza que no acaba nunca de ajustarse en
todo el engranaje de la vida de Jesús: ¿Por qué no huyó ante la inminencia de
la muerte? “Después del beso de Judas Jesús le contestó: –Amigo, adelante con
tus planes”. ¿Por qué no se defendió con la fuerza? Después de que “uno de los
que estaban con Jesús sacó su espada y le cortó una oreja al criado del sumo
sacerdote, Jesús le dijo: –Guarda tu espada en su lugar” ¿Por qué no se
defendió ante Caifás? “Entonces el sumo sacerdote se levantó y preguntó a
Jesús: –¿No contestas nada? ¿Qué es esto que están diciendo contra ti? Pero Jesús
se quedó callado”. ¿Por qué no se defendió ante Pilato? “Mientras los jefes de
los sacerdotes y los ancianos lo escuchaban, Jesús no respondió nada. Por eso
Pilato le preguntó: –¿No oyes todo lo que están diciendo contra ti? Pero Jesús
no le contestó ni una sola palabra”.
El silencio de Jesús, la actitud paciente frente a
la burla, la difamación, el insulto, los golpes, la tortura, la muerte
violenta, todavía nos escandalizan. Con razón él decía: “Todos ustedes van a
perder su fe en mi esta noche”. ¿Quién no? Lo que hace Jesús sobrepasa nuestras
posibilidades. ¿Quién está preparado para seguir esta propuesta hoy? ¿No será
mejor hacerle caso al Ministro de defensa y a todos los guerreristas de este
país y del mundo y aumentar el gasto militar disminuyendo la inversión social?
¡En lugar de invertir en educación, enriquezcamos
más a los constructores de armas de los países del primer mundo! ¡En lugar de
invertir en planes de salud o de vivienda, destruyamos la vida y las casas de
más seres humanos! ¡En lugar de invertir en infraestructura para posibilitar el
trabajo, destruyamos lo que tenemos con más bombas! ¡Definitivamente, estamos
locos! Cualquiera entiende hoy ese versículo de Mateo al final del arresto de
Jesús: “En aquel momento, todos los discípulos dejaron solo a Jesús y huyeron”.
Ojalá pudiéramos tener la dicha de no escandalizarnos de la Pasión del Señor y
nos concediera Dios la gracia que le regaló al capitán romano que fue testigo
de esta tragedia, para poder decir con él: “Verdaderamente este hombre era Hijo
de Dios”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá