lunes, 4 de abril de 2011

Para creer, algunos necesitan de prodigios

¡Amor y paz!

Después del encuentro de Nicodemo y la Samaritana con Jesús, el Evangelio nos habla de un pagano que se presenta a Jesús y nos revela las verdaderas condiciones de la fe: su confianza en la persona de Cristo, suficientemente firme para resistir los reproches de Jesús y para aceptar volver a casa sin ningún signo visible, únicamente con las incisivas palabras -rebosantes de contenido en san Juan-, "anda, tu hijo está curado" (Misa Dominical 1990/07).

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Lunes de la IV Semana de Cuaresma.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Juan 4,43-54.
Transcurridos los dos días, Jesús partió hacia Galilea. El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta. Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo. Jesús le dijo: "Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen". El funcionario le respondió: "Señor, baja antes que mi hijo se muera". "Vuelve a tu casa, tu hijo vive", le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía. El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. "Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre", le respondieron.  El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: "Tu hijo vive". Y entonces creyó él y toda su familia. Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea. 
Comentario

En esta perícopa, Jesús entra en relación con dos tipos de personas que no pertenecían a la oficialidad judía, la cual se ponía a sí misma como modelo de piedad. La autosuficiencia de este grupo estaba en su práctica radical de la ley, de tal manera que el cumplimiento de sus principios primaba sobre la necesidad del ser humano. De esta forma, el ser humano terminaba siendo víctima del legalismo. Según los Evangelios, Jesús celebraba, como un auténtico acontecimiento, el encontrarse con gente que estuviera libre del legalismo. En personas así era fácil que creciera la semilla del Reino. Por eso, no es gratuita la memoria que hace Juan evangelista de la comunidad de los samaritanos y de un funcionario real.

Ya en Samaria había acontecido la conversión de la mujer samaritana y de otras personas de la localidad. Ahora los samaritanos reconfirmaban su fe en Jesús, iniciando un proceso que más tarde culminará en la creación de una de las primeras comunidades cristianas de la iglesia primitiva. Algo parecido hay que decir del funcionario real. A pesar de ser un excluido de la religión oficial judía, por ser un extranjero impuro, sin embargo Jesús lo descubre como un hombre de fe, que cree en la promesa de curación que le hace.

El peligro de toda religión es llegar a caer en el legalismo. Cuando la ley se entroniza en el interior de la misma, la sorpresa y la gratuidad del encuentro con Dios -que es lo que realmente define el milagro- se hacen imposibles. El legalismo, por hacer que las cosas buenas sucedan como recompensa a la guarda de la ley, destruye la posibilidad de la gracia y del verdadero milagro. La posibilidad de encontrarse con samaritanos y funcionarios, necesitados del amor más que de la ley, hizo renacer en Jesús la inmensa alegría de la misericordia. A partir de aquí, todo milagro es posible.

Servicio Bíblico Latinoamericano