domingo, 8 de julio de 2012

La fuerza de Dios triunfa en la debilidad de sus discípulos


¡Amor y paz!

Hay por lo menos tres tipos de soberbia: la del poder, la del tener y la del saber. Y de las tres, tal vez la última es la que envanece más a quien la exhibe. Quien sabe más sobre ciertos temas se cree superior a los demás y los mira por encima del hombro.  Al terminar su segunda carta a los Corintios, San Pablo no cae en esa trampa y muestra que toda la grandeza de su misión tiene origen en la gracia de Dios y no en sus propios méritos.

Y lo ratifica en otra carta, a los Efesios: “A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo” (Ef  3: 8).

En cuanto al Evangelio, hoy nos muestra que, a pesar del éxito inicial y la popularidad de Jesús, el conjunto del pueblo no puede aceptar que Dios manifieste su Reino a través de alguien que es un hombre como otro cualquiera, con una familia y un oficio como los demás. Así es de que, en adelante, el Señor  empezará a centrar su acción en sus discípulos.

Los invito, hermanos, a leer y meditar la Segunda lectura, el Evangelio (que serán proclamados en la Eucaristía) y el comentario, en este XIV Domingo del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga...

Carta II de San Pablo a los Corintios 12,7-10.
Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, tengo una espina clavada en mi carne, un ángel de Satanás que me hiere. Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: "Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad". Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte. 
Evangelio según San Marcos 6,1-6.
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos? ¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo. Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa". Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos. Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente. 
Comentario

Cuando Bogotá era apenas un pequeño villorrio en la extensa sabana verde y fértil que habitaron antiguamente los Muiscas, una joven de una familia muy adinerada decidió ingresar a una comunidad religiosa dedicada a la atención de ancianos y ancianas de escasos recursos. Después de haber hecho su noviciado con las Hermanitas de los pobres, alejada del mundanal ruido, la joven regresó a la ciudad que la había visto crecer y donde su familia era muy conocida en los círculos de la alta sociedad. Al poco tiempo recibió su primer destino; fue enviada a trabajar en un albergue muy pobre, ubicado al sur de la ciudad. Una de las tareas que debía cumplir semanalmente la nueva religiosa, era salir por las calles para pedir limosna, por el amor a Dios, a los transeúntes. Con estas ayudas se sostenía la labor que realizaban en el albergue.

Un sábado por la tarde, la hermanita salió con una compañera para cumplir con el deber de pedir limosna, recorriendo las principales calles de Bogotá. Cuando iban caminando por la carrera séptima, muy concurrida en aquellas épocas, la joven fue reconocida por un grupo de antiguos compañeros de colegio y de parranda. Los muchachos comenzaron a burlarse de las hermanitas. Uno de ellos, liderando el grupo, se adelantó para ofrecer una limosna, pero puso una condición... la joven religiosa debía darle un beso si quería recibir la ayuda para sus viejitos. La monjita, sin dudar un momento, se inclinó ante su antiguo amigo y le besó los pies ante la mirada atónita de los peatones que circulaban por el lugar. Después, erguida, como su dignidad, estiró la mano para recibir la dádiva prometida. El burlador, lleno de vergüenza, tuvo que cumplir lo que había prometido mientras sus compañeros se iban escabullendo con el rabo entre las piernas.

Nunca ha sido fácil predicar en la misma tierra que nos ha visto crecer. El mismo Jesús, cuando regresó a Nazaret comenzó a enseñar en la sinagoga y “la multitud, al oír a Jesús se preguntaba admirada: ¿Dónde aprendió éste tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace?” Y san Marcos añade: “Por eso no quisieron hacerle caso. Pero Jesús les dijo: –En todas partes se honra a un profeta menos en su propia tierra, entre sus parientes y en su propia casa”. Con razón, a pesar de estar entre los suyos, Jesús “no pudo hacer allí ningún milagro, aparte de poner las manos sobre unos pocos enfermos y sanarlos. Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él”.

Predicar entre las personas conocidas es una tarea muy complicada. Sin embargo, estamos llamados a comenzar nuestra labor misionera por nuestra propia casa. Es allí donde se hace real el anuncio que tenemos que llevar al mundo. Predicar entre desconocidos es muy atractivo y suele brindarnos muchas satisfacciones. Todos lo hemos comprobado cuando vamos a un campamento misión, a una jornada de trabajo donde no nos conocen. Nos sentimos más libres, menos condicionados por nuestra historia personal, más protegidos de nuestro rabo de paja... Y esto hay que hacerlo, no faltaba más; pero comenzar por la propia casa nos ayuda a realizar nuestra labor desde la humildad y la sencillez del que se siente enviado y no dueño de la salvación. 
Como la hermanita de los pobres, a lo mejor nos toca humillarnos para recibir la respuesta que estamos esperando, porque sabemos que no es para nosotros, sino para el Señor.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá