miércoles, 5 de junio de 2013

«No es Dios de muertos, sino de vivos»

¡Amor y paz!

Hoy el Evangelio da cuenta de otra pregunta hipócrita, dictada no por el deseo de saber la respuesta, sino para hacer caer y dejar mal a Jesús. Esta vez, por parte de los saduceos, que no creían en la resurrección.

El caso que le presentan es bien absurdo: la ley del «levirato» (de «levir», cuñado: cf. Deuteronomio 25) llevada hasta consecuencias extremas, la de los siete hermanos que se casan con la misma mujer porque van falleciendo sin dejar descendencia.

También aquí Jesús responde desenmascarando la ignorancia o la malicia de los saduceos. A ellos les responde afirmando la resurrección: Dios es Dios de vivos. Aunque matiza esta convicción de manera que también los fariseos puedan sentirse aludidos: ellos sí creían en la resurrección pero la interpretaban demasiado materialmente. La otra vida será una existencia distinta de la actual, mucho más espiritual. En la otra vida ya no se casarán las personas ni tendrán hijos, porque ya estaremos en la vida que no acaba.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este miércoles de la IX Semana del Tiempo Ordinario.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Marcos 12,18-27. 
Entonces se presentaron algunos saduceos. Esta gente defiende que no hay resurrección de los muertos, y por eso le preguntaron: «Maestro, según la ley de Moisés, si un hombre muere antes que su esposa sin tener hijos, su hermano debe casarse con la viuda para darle un hijo, que será el heredero del difunto. Pues bien, había siete hermanos: el mayor se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y murió también sin dejar herederos, y así el tercero. Y pasó lo mismo con los siete hermanos. Después de todos ellos murió también la mujer. En el día de la resurrección, si han de resucitar, ¿de cuál de ellos será esposa? Pues los siete la tuvieron como esposa.» Jesús les contestó: «Ustedes están equivocados; a lo mejor no entienden las Escrituras y tampoco el poder de Dios. Pues cuando resuciten de la muerte, ya no se casarán hombres y mujeres, sino que serán en el cielo como los ángeles. Y en cuanto a saber si los muertos resucitan, ¿no han leído en el libro de Moisés, en el capítulo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Ustedes están muy equivocados.»
Comentario

Lo principal que nos dice esta página del evangelio es que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Que nos tiene destinados a la vida. Es una convicción gozosa que haremos bien en recordar siempre, no sólo cuando se nos muere una persona querida o pensamos en nuestra propia muerte.

La muerte es un misterio, también para nosotros. Pero queda iluminada por la afirmación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí no morirá para siempre». No sabemos cómo, pero estamos destinados a vivir, a vivir con Dios, participando de la vida pascual de Cristo, nuestro Hermano.

Esa existencia definitiva, hacia la que somos invitados a pasar en el momento de la muerte («la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma»), tiene unas leyes muy particulares, distintas de las que vigen en este modo de vivir que tenemos ahora. Porque estaremos en una vida que no tendrá ya miedo a la muerte y no necesitará de la dinámica de la procreación para asegurar la continuidad de la raza humana. Es ya la vida definitiva. Jesús nos ha asegurado, a los que participamos de su Eucaristía: «El que me come, tendrá vida eterna, yo le resucitaré el último día». La Eucaristía, que es ya comunión con Cristo, es la garantía y el anticipo de esa vida nueva a la que él ya ha entrado, al igual que su Madre, María, y los bienaventurados que gozan de él. La muerte no es nuestro destino. Estamos invitados a la plenitud de la vida.

J. ALDAZABAL
ENSÉÑAME TUS CAMINOS 4
Tiempo Ordinario. Semanas 1-9
Barcelona 1997. Págs. 248-251