miércoles, 16 de abril de 2014

¿Acaso soy yo, Señor, el que te entrega?

¡Amor y paz!

En estos días santos, la liturgia nos ofrece un espacio para encontrarnos con Jesús. Él ha sido aclamado al entrar a Jerusalén, seguramente por quienes no han entendido su mensaje y buscan  hacerlo rey de Israel, no el Salvador del mundo. Quieren que derroque al imperio romano, no la soberanía del mal.

Durante su vida pública, el Señor ha generado controversias y, como lo profetizó Simeón, Él mismo ha sido ‘signo de contradicción’ (Lc  2, 34-35). Hoy, de  entre los suyos, a los que tanto amó, a los que llama amigos y no siervos  (Jn 15, 9-17), surge un traidor.

Momento de reflexión. ¿He decidido ser seguidor fiel de Jesús? ¿Lo he traicionado? ¿He comprendido su mensaje? ¿Lo pongo en práctica?

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, hoy Miércoles Santo.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Mateo 26,14-25. 
Uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes  y les dijo: "¿Cuánto me darán si se lo entrego?". Y resolvieron darle treinta monedas de plata. Desde ese momento, Judas buscaba una ocasión favorable para entregarlo. El primer día de los Acimos, los discípulos fueron a preguntar a Jesús: "¿Dónde quieres que te preparemos la comida pascual?". El respondió: "Vayan a la ciudad, a la casa de tal persona, y díganle: 'El Maestro dice: Se acerca mi hora, voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos'". Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Al atardecer, estaba a la mesa con los Doce y, mientras comían, Jesús les dijo: "Les aseguro que uno de ustedes me entregará". Profundamente apenados, ellos empezaron a preguntarle uno por uno: "¿Seré yo, Señor?". El respondió: "El que acaba de servirse de la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido!". Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: "¿Seré yo, Maestro?". "Tú lo has dicho", le respondió Jesús. 

 Comentario

Volvamos la mirada hacia nuestras obras, hacia nuestro comportamiento, hacia nuestras actitudes, hacia nuestro trato al prójimo. Contemplaremos, en medio de nuestras buenas obras, que no estamos libres de pecado. Es el pecado del hombre el que llevó a Jesús a darnos la máxima prueba de su amor, clavado en una cruz para el perdón de nuestras maldades. ¿Acaso soy yo, Señor, el que te entrega? Tal vez hacer esa pregunta sea algo ocioso en razón de la evidencia de nuestra forma de ser. Dios nos considera hijos suyos; somos de los íntimos de Cristo, de aquellos que mojan su pan en el mismo plato de Jesús. ¿Lo amamos o vivimos traicionándolo y solo queriendo aprovecharnos de Él, conforme a nuestros intereses, muchas veces por desgracia, mezquinos? El Señor quiere celebrar su Pascua con nosotros, sus discípulos, amigos y hermanos. Ojalá y al hacerlo vayamos con nuestra vida para ofrecerla como una ofrenda agradable al Señor en razón de que, libres de toda culpa por hacer nuestro el perdón que Dios nos ofrece, podamos continuar la obra de salvación del Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

El Señor nos reúne, como a hijos y amigos suyos en torno a su Mesa Eucarística. Ojalá y vayamos, efectivamente, como sus amigos fieles y no como traidores, como aquellos que parecen amarlo, pues elevan sus oraciones con mucha devoción externa, pero después le dan un beso de traición para entregarlo a la muerte. El Señor nos pide lealtad en el amor que decimos tenerle. Por eso hemos de reconocer ante Él, con humildad, nuestros pecados, es decir todo aquello que nos alejó de Él o del amor al prójimo, para saber pedir perdón y para tener la disposición de iniciar un nuevo camino en la lucha por hacer que su Reino de amor se haga realidad entre nosotros. Entramos en comunión de Vida con el Señor para hacer nuestro su Misterio Pascual. Por eso estos días santos deben ser vividos como la experiencia de nuestra propia Pascua, en que damos el paso de la muerte a la vida, y en que nos decidimos a darlo todo, incluso nuestra propia vida, para que los demás tengan también la Vida eterna, que procede de Dios y de la que quiere hacernos partícipes a todos.

¿Seguimos entregando a Cristo a la muerte en el mal que hacemos a los demás? ¿Cuál es nuestra propia responsabilidad en los males que aquejan a la familia, a la sociedad o al mundo entero? No pensemos llamarnos hijos de Dios por vivir de un modo personalista, inventado por nosotros, la fe que decimos haber depositado en Dios. Él nos ha amado de tal forma que entregó a su Hijo a la muerte para que nosotros tuviéramos Vida, y Vida en abundancia. Esa es la misma misión de la Iglesia. No podemos destruir la vida de los demás con actitudes equivocadas o egoístas; no podemos destruirlos mediante nuestras injusticias; no podemos provocar más dolor, más sufrimiento, más pobreza en ellos a causa de querer elevarnos enfermizamente en un trono pisoteando los derechos de los demás. Ser cristiano, ser hijo de Dios, estar revestido de Cristo nos debe poner al servicio de los demás para buscar su bien y para conducirlos, libres de toda división y de toda maldad, al encuentro definitivo con Dios, como Cristo lo ha hecho para con nosotros a costa de su propia vida.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber amar a nuestro prójimo, buscando su bien en todos los aspectos. Amarlo como Cristo nos amó a nosotros. Amarlo dando nuestra vida para que se haga realidad en ellos la Salvación que Dios nos ofrece. Amar sin traicionar nuestra fe a causa de nuestros egoísmos. Entonces estaremos viviendo verdaderamente la Pascua de Cristo, hasta lograr dar el Paso, libres de maldad, al gozo eterno del Señor en compañía de todos aquellos a quienes amamos ya desde esta vida. Amén.

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