sábado, 25 de diciembre de 2010

¡Amor, paz y felicidad en esta Navidad!

Os anunciamos, hermanos, una buena noticia, 
una gran alegría para todo el pueblo;
escuchadla con corazón gozoso:

Habían pasado miles y miles de años
desde que, al principio,
Dios creó el cielo y la tierra
y, asignándoles un progreso continuo
a través de los tiempos,
quiso que las aguas produjeran
un pulular de vivientes
y pájaros que volaran sobre la tierra.

Miles y miles de años,
desde el momento en que Dios quiso
que apareciera en la tierra el hombre,
hecho a su imagen y semejanza,
para que dominara las maravillas del mundo
y, al contemplar la grandeza de la creación,
alabara en todo momento al Creador.

Miles y miles de años,
durante los cuales los pensamientos del hombre,
inclinados siempre al mal,
llenaron el mundo de pecado
hasta tal punto que Dios decidió purificarlo,
con las aguas torrenciales del diluvio.

Hacía unos 2.000 años que Abraham,
el padre de nuestra fe,
obediente a la voz de Dios,
se dirigió hacia una tierra desconocida
para dar origen al pueblo elegido.

Hacía unos 1.250 años que Moisés
hizo pasar a pie enjuto por el Mar Rojo
a los hijos de Abraham,
para que aquel pueblo,
liberado de la esclavitud del Faraón,
fuera imagen de la familia de los bautizados.

Hacía unos 1.000 años que David,
un sencillo pastor
que guardaba los rebaños de su padre Jesé,
fue ungido por el profeta Samuel,
como el gran rey de Israel.

Hacía unos 700 años que Israel,
que había reincidido continuamente
en las infidelidades de sus padres
y por no hacer caso de los mensajeros
que Dios le enviaba,
fue deportado por los caldeos a Babilonia;
fue entonces,
en medio de los sufrimientos del destierro,
cuando aprendió a esperar un Salvador
que lo librara de su esclavitud,
y a desear aquel Mesías
que los profetas le habían anunciado,
y que había de instaurar un nuevo orden
de paz y de justicia, de amor y de libertad.

Finalmente, durante la olimpíada 94,
el año 752 de la fundación de Roma,
el año 14 del reinado del emperador Augusto,
cuando en el mundo entero
reinaba una paz universal,
hace 2000 años,
en Belén de Judá, pueblo humilde de Israel,
ocupado entonces por los romanos,
en un pesebre,
porque no tenía sitio en la posada,
de María virgen, esposa de José,
de la casa y familia de David,
nació Jesús,
Dios eterno,
Hijo del Eterno Padre,
y hombre verdadero,
llamado Mesías y Cristo,
que es el Salvador
que los hombres esperaban.

El es la Palabra que ilumina a todo hombre;
por él fueron creadas al principio todas las cosas;
él, que es el camino, la verdad y la vida,
ha acampado, pues, entre nosotros.

Nosotros, los que creemos en él,
nos hemos reunido hoy,
o mejor dicho, Dios nos ha reunido,
para celebrar con alegría
la solemnidad de Navidad,
y proclamar nuestra fe en Cristo,
Salvador del mundo.

Hermanos, alegraos, haced fiesta
y celebrad la mejor NOTICIA
de toda la historia de la humanidad.
(Pregón de Navidad)
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este día en que la Iglesia celebra con júbilo la solemnidad de la Natividad del Señor.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Juan 1,1-18.
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. 
Comentario
El prólogo del evangelio de Juan es un himno cristiano que proviene, probablemente, de los círculos joaneos y que ha sido adaptado para servir de presentación a la narración evangélica de los diversos pasos de la Palabra encarnada. Esta Palabra viene a identificarse no sólo con Jesús, sino con la acción de Jesús.
Esta personificación, con ribetes sapienciales, viene a mostrar la capacidad que tiene de dar vida y orientación a todo hombre que se acerca a ella (8, 12). De verdad que el misterio de la encarnación es, en el fondo, el misterio del hombre entero.
Los judíos no han comprendido la realidad de Jesús. O lo que es igual: la antigua economía es incapaz de comprender la realidad nueva que es Jesús. Por tanto, la conclusión se impone: es preciso abandonar toda estructura que imposibilita la comprensión de Jesús. Falló el intento de querer aprisionar la luz -que es Jesús- dentro del sistema religioso judío (7,34). La Palabra de Dios, sabiduría desde siempre, se mueve dentro de la máxima libertad. Solamente el que comprende esto es capaz de construir una fe libre. La realidad de la presencia de Dios ha comenzado a incidir históricamente en los hombres con el comienzo de la vida de Jesús: este suceso constituye el momento decisivo de la historia de la salvación; lo testimonian los cristianos. La palabra "carne" designa en Juan todo lo que constituye la debilidad humana, todo lo que conduce a la muerte como limitación del hombre. La encarnación no es ninguna apariencia: por la experiencia de nuestro ser de hombres es como hemos de acercarnos a Dios, a Jesús.
Eucaristía 1989, 60