domingo, 22 de junio de 2014

Jesús Eucaristía, Pan verdadero, nútrenos y defiéndenos

¡Amor y paz!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este domingo en que celebramos la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El comentario fue extraído de la conclusión de la carta encíclica de San Juan Pablo II,  ‘Ecclesia de Eucharistia’, publicada el 17 de abril de 2003.

Dios nos bendice…

Evangelio según San Juan 6,51-58. 
Jesús dijo a los judíos: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?". Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente". 

Comentario

Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6, 68).

En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de « inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste ».La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.

Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?

El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.

La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es también la de un renovado compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo milenio, culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado en esa dirección, llamando a todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum sint » (Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo del corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti » (1 Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo. Sin embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica.

Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque « en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación ».

Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos, grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos «contagia» y, por así decir, nos « enciende ». Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación: « Veni, Domine Iesu! » (Ap 22, 20).

En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites.

Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz:


« Bone pastor, panis vere,
Iesu, nostri miserere... ».
“Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, piedad de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivos.
Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del cielo
a la alegría de tus santos”.