martes, 18 de marzo de 2014

«No imiten su conducta, porque dicen y no hacen»

¡Amor y paz!

Hoy, Jesús nos llama a dar testimonio de vida cristiana mediante el ejemplo, la coherencia de vida y la rectitud de intención. El Señor, refiriéndose a los maestros de la Ley y a los fariseos, nos dice: «No imiten su conducta, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3). ¡Es una acusación terrible!

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este martes de la 2ª. Semana de Cuaresma.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Mateo 23,1-12.
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: "Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar 'mi maestro' por la gente. En cuanto a ustedes, no se hagan llamar 'maestro', porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos.  A nadie en el mundo llamen 'padre', porque no tienen sino uno, el Padre celestial.  No se dejen llamar tampoco 'doctores', porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías. Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Comentario

No podemos convertirnos en traficantes de Dios ni de la fe, para buscar nuestra gloria temporal o nuestros intereses personales. Dios nos quiere totalmente comprometidos con su Evangelio, de tal forma que, a la luz del Espíritu Santo, seamos instruidos en Él y seamos los primeros en hacerlo vida en nosotros. Efectivamente la Palabra de Dios debe encontrar en nosotros un terreno fértil y no sólo una mente capaz de entender las palabras de Dios para anunciárselas a los demás, mientras uno se queda vacío de la Salvación, que nos llega por escuchar la Palabra de Dios, y por creer en Aquel que no sólo es el centro del Evangelio, sino el Evangelio viviente del Padre: Cristo Jesús. Si lo hemos aceptado como nuestro Dios y Salvador, entonces también nosotros seremos un evangelio viviente del amor y de la misericordia de Dios para los demás. Vivamos nuestra fe sin hipocresías. No digamos una cosa y hagamos otra. Dios nos quiere testigos suyos. La Salvación no sólo se debe anunciar con los labios; nosotros debemos ser un signo creíble de esa salvación a través de nuestras buenas obras, nacidas de un corazón que se ha llenado de Dios.

La Eucaristía nos introduce en la intimidad de Dios. Su amor llega a nosotros plenamente. Dios, nuestro único Dios y Padre, nos une como hermanos en torno suyo. Jesús, nuestro único Guía y Maestro, nos instruye no sólo con su Palabra, sino con su ejemplo de amor que nos tiene hasta el extremo. Aquel que es principio y cabeza de la Iglesia, Aquel sin el cual nada podemos hacer, se hizo el servidor de todos, dando su vida para rescatarnos del pecado y de la muerte y llevarnos consigo a su Gloria. Nosotros, que creemos en Él, reunidos en esta Comunidad de fe, no podemos sino vivir comprometidos en seguir las huellas del Señor de la Iglesia para que Él continúe amando, perdonando y remediando las necesidades de todas las gentes. Entremos, pues, en comunión de vida con el Señor, no para buscar nuestra gloria, sino la gloria de Dios sirviendo amorosamente a nuestro prójimo.

Quienes seguimos las huellas de Cristo no sólo tratamos de que otros vivan su fidelidad al Señor. No sólo cargamos las miserias de los demás con un dedo. Cargamos la cruz completa, la cruz de sus pecados, pobrezas y sufrimientos para hacerles más llevadera la vida. Salvar a los demás es acercarnos a ellos para hacerles más ligero su camino por la vida, no para cargarlos de preceptos y amenazas que les hagan perder la paz, la alegría y la seguridad de que Dios a pesar de sus miserias, los sigue amando. El procurar el bien de los demás; el darlo todo por ellos no debe servir para que los demás nos alaben, pues no actuamos en nombre propio, sino en el Nombre de Jesucristo, quien dio su vida por nosotros. Por eso al final no debemos esperar el aplauso ni las condecoraciones por nuestros servicios. Humildemente nos hemos de inclinar ante el Señor y reportar hacia Él todo honor y toda gloria. Finalmente nosotros sólo somos siervos inútiles que no hicieron otra cosa, sino aquello que se nos ordenó hacer.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir libres de toda maldad por aceptar en nosotros el amor y la misericordia que Dios nos ofrece. Llenos así de Dios, que Él nos conceda servir a los demás con gran amor para que encuentren en la Iglesia de Cristo el alivio de sus penas y el perdón de sus pecados. Amén.


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