¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio
y el comentario, en este Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario.
Dios nos bendice...
Evangelio según San Lucas 18,9-14.
Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y
despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al
Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de
pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres,
que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno
dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. En
cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios
mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'. Les aseguro que este último
volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza
será humillado y el que se humilla será ensalzado".
Comentario
Cuentan que un
hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el que se
dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el camino
que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una persona
va trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual, tiene que
cuidarse de dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar que nunca
va a alcanzar la meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que ya llegó.
Las dos situaciones son igualmente nocivas. Ambas producen un estancamiento en
el camino espiritual.
La parábola que
Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que, seguros de sí
mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice Jesús que “dos
hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos
que cobran impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy
gracias porque no soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros,
ni como ese cobrador de impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la
décima parte de todo lo que gano’. Pero el cobrador de impuestos se quedó a
cierta distancia, y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino
que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy
pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de presentarse ante
Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree que su
comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no necesita
crecer más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido trabajando
intensamente. La segunda, del que se siente en camino, con muchas cosas por
mejorar; se sabe necesitado de Dios y de su gracia; se sabe incompleto, en
construcción.
La conclusión de
Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo, pero el
fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que
se humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una lógica
que contradice nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno ser
conscientes de nuestros avances y logros; ciertamente, es sano saber que nos
comportamos bien y que nuestra manera de obrar está de acuerdo con el plan de
Dios. Todo esto coincide con una sana autoestima, tan valorada recientemente
por algunas corrientes psicológicas. Pero no debemos olvidar que esta actitud
puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por avanzar en el propio
camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de desprecio
por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.
Por otra parte, si
vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo que no
estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos
avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda
su complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos,
comienza en ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior.
No hay sanación que no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto
supone mantener siempre activa la esperanza para seguir caminando, aunque
todavía sintamos que nos falta mucho para llegar al final de nuestro
crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de caminar,
como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.
Hermann
Rodríguez Osorio, S.J
Sacerdote jesuita, Profesor Asociado de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá