lunes, 25 de noviembre de 2013

No solo dar sino darnos en favor de los hermanos

 ¡Amor y paz!
 
Hemos llegado a la «última» semana del año litúrgico. Las últimas páginas que leeremos, del evangelio según san Lucas, se refieren a los últimos días de la vida terrestre de Jesús, justo antes de la Pasión.
 
El evangelio nos presenta una escena conocida: la ofrenda de la viuda. Jesús introduce esa perspicaz distinción: los demás dieron de "lo superfluo"; ella dio de "lo necesario". 
 
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este lunes la XXXIV Semana el Tiempo Ordinario.
 
Dios los bendiga...
 
Evangelio según San Lucas 21,1-4.
 
Después, levantando los ojos, Jesús vio a unos ricos que ponían sus ofrendas en el tesoro del Templo. Vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre, y dijo: "Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más que nadie. Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir".

 
Comentario 
 
Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado, se hizo pobre por nosotros, no aferrándose a su dignidad de Hijo; despojándose de todo se humilló y se hizo Dios-con-nosotros; bajó hasta nuestra miseria para enriquecernos con su pobreza, con aquello de lo que se había despojado; elevándonos así, a la dignidad de hijos en el Hijo de Dios. Él se convirtió en el buen samaritano que se baja de su cabalgadura para colocarnos a nosotros en ella; que paga con el precio de su propia sangre para que nos veamos libres de la enfermedad del pecado, y que con su retorno glorioso nos eleva a la dignidad de hijos de Dios. Él no nos dio de lo que le sobraba, sino que lo dio todo por nosotros, pues amándonos, nos amó hasta el extremo, cumpliendo así, Él mismo, las palabras que había pronunciado: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y el Señor nos pide que por el bien y por la salvación de nuestro prójimo no demos lo que nos sobra, sino que lo demos todo, pues toda nuestra vida se ha de convertir en causa de salvación para todos, por nuestra permanencia en la comunión y en el amor con Cristo.

El Señor nos reúne para celebrar su Eucaristía. Él nos manifiesta que su amor no se nos ha dado con tacañería, pues Él lo ha dado todo por nosotros. No recibimos de Dios como don una limosna, sino la entrega total de su vida para que nosotros tengamos vida, y la tengamos en abundancia. Quienes escuchamos su Palabra recibimos también su Espíritu para ser fortalecidos, y poderla entender y cumplir con amor. Quienes entramos en comunión de vida con el Señor lo recibimos a Él sin reservas ni fronteras, para que, por obra del Espíritu Santo en nosotros, seamos transformados en Él, y el Padre Dios nos contemple con el mismo amor y ternura con que contempla a su Hijo amado, en quien se complace. Ese es el amor que Dios nos tiene.

Y ese amor es el que nos pide que tengamos hacia los demás cuando nos dice: como yo los he amado a ustedes, así ámense los unos a los otros. A pesar de que muchas veces el pecado ha abierto brecha en nuestra vida y ha deteriorado la imagen de Dios en nosotros, el Señor quiere que nos alimentemos de Él para que nuestro aspecto vuelva a recobrar la dignidad de hijos que Él quiere que tengamos. Por eso, quienes vivimos en comunión de vida con el Señor no podemos deteriorar nuestra existencia con un amor contaminado por la maldad o por el egoísmo. No podemos sólo amar a los que nos aman y hacer el bien a los que nos lo hacen a nosotros. Dios nos pide amar sin fronteras. El: Mirad como se aman, que exclamaban los paganos al ver el estilo de vida de los primeros cristianos, no puede desaparecer de entre nosotros. No podemos vivir de tal forma que mordiéndonos como animales rabiosos, o acabando con la vida de los inocentes, o persiguiendo a los malvados en lugar de ganarlos para Cristo, tengamos el descaro de seguir llamando Padre a Dios, pues, en verdad, estaríamos traicionando nuestra fe y defraudando la confianza que el Señor depositó en nosotros, para que proclamáramos su Evangelio.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que nos conceda amar hasta el extremo, como nosotros hemos sido amados por Dios. Que así podamos decir que en verdad somos un signo creíble del amor salvador de Dios para nuestros hermanos. Amén.
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