¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar la Palabra de Dios, en este Domingo 24 del tiempo Ordinario, ciclo B.
Dios nos bendice…
1ª Lectura (Is 50,5-9a):
El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Salmo responsorial: 114
R/. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque
inclina su oído hacia mí el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en
tristeza y angustia. Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida».
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los
sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
2ª Lectura (Sant 2,14-18):
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta. Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe».
Versículo antes del Evangelio (Gál 6,14):
Aleluya. No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mc 8,27-35):
En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los
pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus
discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos,
que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y Él
les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú
eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él. Y comenzó a
enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los
tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a
reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a
Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no
son los de Dios, sino los de los hombres».
Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien
quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el
Evangelio, la salvará».
Comentario
Hoy día nos encontramos con situaciones similares a la
descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos preguntara
«¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que informarle
acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con echar una
ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de comunicación.
Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la Iglesia”. Después
de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos quejamos ante Jesús:
«¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión de fe hecha por Simón Pedro, «les
mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él» (Mc 8,30). Su condición
mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío con una pedagogía progresiva.
Más tarde llegaría el momento cumbre en que Jesucristo declararía —de una vez
para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy» (Lc 22,70). Desde entonces, ya no
hay excusa para no declararle ni reconocerle como el Hijo de Dios venido al
mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los bautizados tenemos ese gozoso
deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por todo el mundo y a toda criatura
(cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación de la Buena Nueva es tanto más
urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se siguen profiriendo todo tipo
de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del advenimiento de su Reino pasa por la
Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía
sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo nos recuerda que «la Iglesia avanza en
su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de
Dios» (n. 769). He aquí, pues, el camino para seguir a Cristo y darlo a conocer:
«Si alguno quiere venir en pos de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
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