jueves, 16 de enero de 2014

Acudamos a Cristo con confianza: nunca nos rechazará

¡Amor y paz!

Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación.
El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros.

El que Jesús no quiera que propalen la noticia -el «secreto mesiánico»- se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde (José Aldazábal).
Los invito, hermanos,  leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este jueves de la 1ª. Del tiempo ordinario.

Dios los bendiga…
Evangelio según San Marcos 1,40-45. 

Entonces se le acercó un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: "Si quieres, puedes purificarme".  Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Lo quiero, queda purificado". En seguida la lepra desapareció y quedó purificado. Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: "No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio". Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes. 

Comentario
Acerquémonos a Cristo con la misma confianza y apertura con que el enfermo se acerca al médico. No tengamos miedo en presentarle las heridas más profundas y putrefactas de nuestra propia vida. Él es el único Enviado del Padre, en quien nosotros encontramos el perdón y la más grande manifestación de la misericordia de Dios para con nosotros. Por eso vayamos a Él sabiendo que Él no vino a condenarnos, sino a salvarnos a costa, incluso, de la entrega de su propia vida por nosotros. Habiendo recibido tan gran muestra de misericordia de Dios para con nosotros, Él nos ha confiado la reconciliación de toda la humanidad a través de la historia.
La Iglesia de Cristo no puede cumplir con la misión que el Señor le ha confiado para buscar el aplauso de los demás. No puede hacerse publicidad a sí misma mediante el cumplimiento de su misión; no puede querer caer en gracia de los demás haciéndoles el bien y socorriéndoles en sus necesidades. Su servicio ha de ser un servicio callado no en nombre propio, sino en Nombre del Señor. A Él sea dado todo honor y toda gloria, ahora y por siempre. Por eso, aprendamos a retirarnos a tiempo, para ir al Señor y ofrecerle lo que Él mismo hizo por medio nuestro.

A pesar de que nosotros hemos abandonado muchas veces los caminos del Señor, Él jamás se ha olvidado de nosotros, pues su amor por nosotros es un amor eterno. Por eso jamás podemos decir que Dios nos ha rechazado. Dios siempre está junto a nosotros como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos. Hoy nos hemos reunido para celebrar el Sacramento de su amor por nosotros. Él no nos rechaza por habernos encontrado cargados de miserias que han deteriorado nuestra vida, o con las que hemos contribuido a deteriorar la vida familiar o social. A Él lo único que le interesa y le llena de gozo es el habernos encontrado. Por eso, si somos sinceros con el Señor; si en verdad (celebramos) la Eucaristía para encontrarnos con Él y reorientar nuestra vida, le hemos de pedir, con humildad diciendo: Señor, si tú quieres, puedes curarme. Y Dios tendrá compasión de nosotros.
Pero, así como nosotros hemos sido amados por Dios, así hemos de amarnos los unos a los otros. Por muy grandes que sean los pecados de los demás, jamás los hemos de condenar, sino más bien ir a ellos con el mismo amor y la misma compasión que Dios nos ha manifestado a nosotros. Tocar a los enfermos, significará acercarnos a ellos para conocer aquello que realmente les aqueja, para dar una respuesta a sus miserias, no desde nuestras imaginaciones, sino desde su realidad, desde su cultura, desde su vida concreta. Esto nos habla de aquello que el Magisterio de la Iglesia nos ha propuesto: inculturizar el Evangelio. Y, aun cuando no hemos de caer en una relectura ideologizada del Evangelio, el anuncio del mismo no podrá ser eficaz mientras no conozcamos al hombre en su caminar diario; entonces podremos no sólo serle fieles a Dios, sino también al hombre.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir en una continua cercanía a Dios para escuchar su Palabra y ponerla en práctica; y en una continua cercanía al hombre para conocerle en su vida concreta y poder ayudarle a que Cristo se convierta en Luz, que ilumine su camino hacia el encuentro del Padre Dios. Amén.