¡Amor y paz!
Los invito a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Domingo de la XX semana del Tiempo Ordinario.
Dios los bendiga...
Evangelio según San Juan 6,51-58.
Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Los judíos discutían entre sí, diciendo: "¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?". Jesús les respondió: "Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".
COMENTARIO
Se puede preguntar cuál es la relación que cada católico tiene con la Eucaristía y se conocerá qué clase de católico es. Algunos ‘no pisan’ una iglesia; otros, ‘asisten’ de vez en cuando a misa; otros, más pocos, ‘participan’ semanalmente de la celebración eucarística y más reducidos aún son los que entienden, ‘celebran’ y viven la Eucaristía.
Es que la cuestión no es 'ir' a misa: se trata de 'celebrar' la Eucaristía. Pero con celebrar no basta: es necesario 'vivir' la Eucaristía, lo cual significa que alimentarnos en comunidad con el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos lleva a servir a los hermanos con los que celebramos y, sobre todo, a hermanarnos y servir a aquellos excluidos o auto-excluidos de la celebración.
Démonos cuenta que, de una parte, el Señor afirma que: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35); pero, de otra, Él también se sienta a la mesa con publicanos y pecadores, porque “no tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9, 9-13).
De tal manera, Jesús instruye a sus discípulos que ante Dios todos somos iguales, y todos estamos necesitados de su misericordia y de su Pan de Vida y, en consecuencia, deben convocar a los pobres, a los marginados y enfermos a que se sienten como hermanos a comer juntos en la mesa del Padre. Porque es que “Dios no se complace en la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva" (Ez 18. 23) y entonces “habrá más alegría en el cielo por uno solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión" (Lc. 15,7).
Es que, como dice, José Antonio Pagola (1985), los sacramentos han ido adquiriendo a lo largo de los siglos un carácter cada vez más ritualizado hasta el punto de que, a veces, llegamos a olvidar el gesto humano que está en sus raíces y de donde arranca su fuerza significadora.
Explica este autor que "La Eucaristía hunde sus raíces en una de las experiencias más primarias y fundamentales del hombre que es «el comer». El hombre necesita alimentarse para poder subsistir. No nos bastamos a nosotros mismos. Esta experiencia de indigencia profunda y dependencia radical nos invita a alimentar nuestra existencia en el Dios creador. Ese Dios amigo de la vida, que se nos revela en Cristo resucitado como vencedor definitivo de la muerte. Pero el hombre no come sólo para nutrir su organismo con nuevas energías. El hombre está hecho para «comer-con-otros». Comer significa para el hombre sentarse a la mesa con otros, compartir, fraternizar. La comida de los seres humanos es comensalidad, encuentro, fraternización".
Una celebración digna de la Eucaristía nos obliga a preguntarnos dónde estamos alimentando en realidad nuestra existencia, cómo estamos compartiendo nuestra vida con los demás hombres y mujeres de la tierra, cómo vamos nutriendo nuestra esperanza y nuestro anhelo de la fiesta final.
Cuando uno vive alimentando de todo, menos de Dios, su hambre de felicidad, cuando uno disfruta de manera egoísta, distanciado de los que viven en la indigencia, cuando uno arrastra su vida sin alimentar el deseo de una fiesta final para todos los hombres, no puede celebrar dignamente la Eucaristía ni puede entender las palabras de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».