¡Amor y paz!
Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio, y el comentario, en este Lunes Santo.
Dios nos bendice...
Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa, se llevaba de lo que iban echando.
Jesús dijo: - «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis». Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos.
Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.
Palabra del Señor
Comentario
La historia de la unción en Betania parece, a
primera vista, que corresponde al campo de lo anecdótico. Pero el mismo Jesús
añade en el evangelio: «En verdad os digo: dondequiera que se predique el
evangelio, en todo el mundo se hablará de lo que ésta ha hecho, para memoria de
ella» (Mc 14,9). ¿Pero en qué radica esta afirmación que dura a través de los
tiempos? El mismo Jesús nos ofrece una interpretación, cuando dice: «Lo ha
hecho... anticipándose a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Mc 14,8; cf. Jn
12,7). Así, pues, él compara lo que ocurre aquí con el embalsamamiento de los
muertos, que era corriente entre los reyes y los potentados. Tal unción era una
tentativa de salir al paso a la muerte: solamente en la putrefacción, en la
destrucción del cuerpo, así se creía, completa la muerte su obra. Mientras
queda el cuerpo, el hombre no se ha deshecho, no ha muerto totalmente. Según
eso, Jesús ve en el rasgo o gesto de María la tentativa de asestar un golpe a
la muerte. El reconoce ahí un esfuerzo malogrado, pero no inútil, que es
esencial de todo amor: el comunicar la vida a los demás, la inmortalidad.
Pero lo ocurrido en los días siguientes muestra la
impotencia de tal esfuerzo humano; no existe ninguna posibilidad de
proporcionarse a sí mismo la inmortalidad Ni el poder de los ricos ni la
abnegación de los que aman pueden conseguir esto. En fin de cuentas, tal
tentativa de «unción» es más una conservación que una superación de la muerte.
Sólo una unción es suficientemente fuerte para oponerse a la muerte, a saber,
el Espíritu santo, el amor de Dios. La pascua es su victoria, en la que Jesús
se muestra como el Cristo, como el «ungido» de Dios.
Sin embargo, la acción de María sigue siendo algo
permanente, algo simbólico y modélico, puesto que siempre debe existir el
esfuerzo para mantener vivo a Cristo en este mundo y para oponerse a los
poderes que le hacen enmudecer, que pretenden matarlo.
¿Pero cómo puede ocurrir esto? Por cada acción de
la fe y del amor. Una frase del evangelio puede dar, tal vez, más color a esta
afirmación. Juan nos cuenta que, por la unción, toda la casa se llenó del aroma
del aceite o perfume (12,3). Eso nos recuerda una frase de san Pablo: «Porque
somos para Dios permanente olor de Cristo en los que se salvan» (2 Cor 2,15).
La vieja idea pagana de que los sacrificios alimentan a los dioses con su buen
olor, se halla aquí transformada en la idea de que la vida cristiana hace que
el buen aroma de Cristo y la atmósfera de la verdadera vida se difunda en el
mundo. Pero también hay otro punto de vista. Junto a María, la servidora de la
vida, se halla en el evangelio Judas, el cual se convierte en el cómplice de la
muerte: respecto a Jesús, primeramente, y también, luego, respecto a sí mismo.
Él se opone a la unción, al gesto del amor que suministra la vida. A esa unción
contrapone él el cálculo de la pura utilidad. Pero, detrás de eso, aparece algo
más profundo: Judas no era capaz de escuchar efectivamente a Jesús, y de
aprender de él una nueva concepción de la salvación del mundo y de Israel.
Él había acudido a Jesús con una esperanza bien
determinada; según ella, le midió a él y por ella le negó. Así representa él no
sólo el cálculo frente al desinterés del amor, sino también a la incapacidad de
escuchar, de oír y obedecer frente a la humildad del aro que se deja conducir
incluso a donde no quiere. «La casa se llenó del aroma del perfume»_¿ocurre así
con nosotros?_¿Exhalamos el olor del egoísmo, que es el instrumento de la
muerte, o el aroma de la vida, que procede de la fe y lleva al amor?
JOSEPH RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 82 s.
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983.Págs. 82 s.
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