domingo, 14 de abril de 2013

Colaborémosle al Resucitado en la construcción de un mundo mejor

¡Amor y paz!

Los acontecimientos que estamos celebrando en estos días deben transformar nuestras vidas. No puede ser que año tras año los celebremos pero pasen como un rayo de sol por entre un cristal sin dejar huella. 

Eso pudo pasarles a los discípulos del Señor, en el episodio del Evangelio hoy porque, tras haberlo escuchado y presenciar sus milagros, luego de ser testigos de su pasión, muerte y resurrección, volvieron a sus antiguas labores, como si nada hubiera pasado.

Todos los evangelistas, al narrar las apariciones de Jesús, insisten y no ocultan la resistencia y dificultades de los apóstoles. Jesús se aparece a María Magdalena, y ésta lo confunde con un compañero de camino. Se aparece al grupo reunido y encerrado en el cenáculo, y se creen ver visiones. Les sale al encuentro en el lago, y no se dan cuenta de que es Jesús. Y ése es el problema. Una cosa es que Jesús se manifieste, se aparezca, y otra que lo reconozcamos. A veces sólo queremos ver al Dios de nuestros sueños, nuestra idea de Dios, y así no vemos a Dios en el compañero de trabajo, en el compañero de viaje, en el prójimo.

Sólo cuando reconozcamos al Resucitado podremos colaborarle, como Pedro y los demás discípulos, en la construcción de un mundo mejor.

Los invito, hermanos, a leer y meditar el Evangelio y el comentario, en este Tercer Domingo  de Pascua.

Dios los bendiga…

Evangelio según San Juan 21,1-19. 
Después de esto, nuevamente se manifestó Jesús a sus discípulos en la orilla del lago de Tiberíades. Y se manifestó como sigue: Estaban reunidos Simón Pedro, Tomás el Mellizo, Natanael, de Caná de Galilea, los hijos del Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar.» Contestaron: «Vamos también nosotros contigo.» Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba parado en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo que comer?» Le contestaron: «Nada.» Entonces Jesús les dijo: «Echen la red a la derecha y encontrarán pesca.» Echaron la red, y no tenían fuer zas para recogerla por la gran cantidad de peces. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Simón Pedro: «Es el Señor.» Apenas Pedro oyó decir que era el Señor, se puso la ropa, pues estaba sin nada, y se echó al agua. Los otros discípulos llegaron con la barca — de hecho, no estaban lejos, a unos cien metros de la orilla; arrastraban la red llena de peces. Al bajar a tierra encontraron fuego encendido, pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar.» Simón Pedro subió a la barca y sacó la red llena con ciento cincuenta y tres pescados grandes. Y a pesar de que hubiera tantos, no se rompió la red. Entonces Jesús les dijo: «Vengan a desayunar». Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo repartió. Lo mismo hizo con los pescados. Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos. Cuando terminaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» Contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos.» Le preguntó por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro volvió a contestar: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jesús le dijo: «Cuida de mis ovejas.» Insistió Jesús por tercera vez: «Simón Pedro, hijo de Juan, ¿me quieres?» Pedro se puso triste al ver que Jesús le preguntaba por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.» Entonces Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. En verdad, cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas a donde querías. Pero cuando llegues a viejo, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará a donde no quieras.» Jesús lo dijo para que Pedro comprendiera en qué forma iba a morir y dar gloria a Dios. Y añadió: «Sígueme.».
Comentario

Existe un poema que se canta en la lengua de los indios cherokees de los Estados Unidos y que dice así: “Un hombre susurró: «Dios, habla conmigo». Y un ruiseñor comenzó a cantar, pero el hombre no oyó. Entonces el hombre repitió: «Dios, habla conmigo». Y el eco de un trueno se oyó. Pero el hombre fue incapaz de oír. El hombre miró alrededor y dijo: «Dios, déjame verte». Y una estrella brilló en el cielo. Pero el hombre no la vio. El hombre comenzó a gritar: «Dios, muéstrame un milagro». Y un niño nació. Pero el hombre no sintió el latir de la vida. Entonces el hombre comenzó a llorar y a desesperarse: «Dios, tócame y déjame saber que estás aquí conmigo...» Y una mariposa se posó suavemente en su hombro. El hombre espantó la mariposa con la mano y, desilusionado, continuó su camino, triste, solo y con miedo”.

El texto que nos propone hoy la liturgia expresa de una manera admirable la experiencia del resucitado que vivieron aquel grupo de pescadores junto al lago de Tiberíades: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, al que llamaban el Gemelo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos de Jesús. Simón Pedro les dijo: –Voy a pescar. Ellos contestaron: –Nosotros también vamos contigo. Fueron, pues, y subieron a una barca; pero aquella noche no pescaron nada. Cuando comenzaba a amanecer, Jesús se apareció en la orilla, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les preguntó: –Muchachos, ¿no tienen pescado? Ellos le contestaron: –No. Jesús les dijo: –Echen la red a la derecha de la barca, y pescarán. Así lo hicieron y después no podían sacar la red por los muchos pescados que tenía. Entonces el discípulo a quien Jesús quería mucho, le dijo a Pedro: – ¡Es el Señor!”

Jesús resucitado se hace presente en nuestra vida cotidiana, en medio de la pesca, del trabajo, de la rutina de nuestras vidas cansadas porque no tenemos éxito en nuestras búsquedas ordinarias. Él se deja sentir en lo sencillo de nuestras labores. No hacen falta experiencias extraordinarias; no se trata de teofanías luminosas y radiantes. Sencillamente, es necesario tener un corazón, como el del discípulo a quien Jesús quería mucho. Un corazón que se sabe amado por el Señor, reconoce la presencia del resucitado con facilidad.

En esta escena a la orilla del lago, hay un elemento que llama la atención. Los discípulos, sabiendo que era el Señor el que los invitaba a desayunar, no se atreven a preguntarle: “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían que era el Señor”. Su presencia no es una prueba irrefutable, una señal inequívoca y absolutamente transparente. Jesús se hace presente en el sacramento del hermano, en el gesto fraterno que nos une, en el estallido constante de la vida que nos llega sin notarla. ¿Hasta cuándo tenemos que sufrir para comprender que Dios está siempre donde está la vida? ¿Hasta cuándo mantendremos nuestros ojos y nuestros corazones cerrados para los milagros de la vida que se presentan diariamente en todo momento? En este tiempo de Pascua, tenemos que dejar atrás el miedo y la desconfianza, para abrirnos a la presencia resucitada del Señor que nos arranca de nuestras tristezas y desesperanzas, para lanzarnos a colaborar con él en la construcción de una vida plena para todos.

Hermann Rodríguez Osorio, S.J.
Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá